Construcción de gobernabilidad

El desafío para el día después de la asunción del próximo presidente es mayúsculo, pero es una oportunidad para trabajar en nuevos acuerdos a mediano y largo plazo.

Por Javier Boher

rjboher@gmail.com

En general prefiero esquivar a los que dicen que Argentina necesita hacer una especie de Pacto de la Moncloa. Quizás por la deriva destructiva que ha tomado la política en las últimas décadas uno intenta escapar de esa idea, la más de las veces expresada por aquellos que pretenden socializar el costo de su fracaso, buscando que se diluya su responsabilidad.

Tal vez por eso resuena la icónica frase de El Padrino cada vez que alguien propone hacer un gran acuerdo nacional para cerrar la grieta: “Escúchame bien, el que te proponga la reunión con Barzini es el traidor. No lo olvides”. Del mismo modo parece tentador dudar de las intenciones de los que dicen querer acercar a los distintos sectores en que se ha dividido la política nacional.

Sin embargo, ese rechazo al acuerdismo preelectoral no puede ocultar algo que es una realidad: pasadas las elecciones hace falta un acuerdo de gobernabilidad. Esa es, probablemente, la palabra más importante para el próximo período presidencial, sea de quien sea.

En diversos análisis y entrevistas la palabra gobernabilidad emerge como el gran interrogante de cara a lo que se abrirá a partir del 10 de diciembre de este año. Si hay dudas sobre qué resultado arrojarán las urnas, es más que lógico que dicha incertidumbre se derrame sobre lo que va a venir después.

Vamos a tratar de hablar de espacios políticos, sin tantos nombres propios, porque el problema va más allá de lo que diga querer hacer cada candidato en particular. Seguramente algunos encontrarán más trabas que otros, pero nada parece indicar que el ganador de los comicios de octubre pueda emerger con tal baño de legitimidad o respaldo institucional como para tratar de gobernar sin dialogar con sus opositores.

La magnitud del desafío es tan grande que el próximo presidente deberá trabajar codo a codo con los derrotados de la elección para asegurarse la posibilidad de que su éxito individual sea también positivo para el conjunto de la población. De no buscar establecer acuerdos y compromisos políticos para diseñar políticas a mediano y largo plazo, el riesgo son el inmovilismo y una crisis política que transforme la apatía actual en una pulsión destructiva del sistema más extendida que la que hoy se puede observar en alguno grupos minúsculos.

La semana pasada fue Javier Milei el que expuso la crudeza de su ignorancia absoluta respecto a la política. Planteó que puede gobernar con consultas populares y que los que se opongan a sus proyectos serán igualados como si todos fuesen lo mismo. Populismo para principiantes mediante, su única idea es trazar una raya entre argentinos (libertarios, promercado, antiaborto, anti ESI) y antiargentinos (todo aquello que no encaje en su visión conservadora del mundo). No se refirió a que (incluso con una improbable victoria en todos los distritos) quedaría con menos del 25% del Senado y menos de la mitad de la Cámara de Diputados. Sus dos primeros años, los más duros, serían sin un Poder Legislativo afín, que se traduce además en la incapacidad de influir sobre el Poder Judicial a partir de los resortes institucionales actuales.

Ese condicionante legislativo no es igual para las otras dos fuerzas en pugna, el Frente de Todos y Juntos por el Cambio, que miden fuerzas de manera muy pareja dentro del Congreso, estando ambos espacios por debajo -pero muy cerca- del 50% de las bancas. La cooperación será fundamental para encarar las reformas necesarias.

El otro aspecto que entra en la ecuación es el de los gobernadores. Más allá de su alineación circunstancial con uno u otro espacio político, la Argentina pocas veces ha visto al poder más disperso que hoy. Los partidos y frentes provinciales abundan, concentrándose en sus intereses locales por encima de los desafíos nacionales. Pragmáticos, venden su apoyo a gobiernos centrales lánguidos sobre los que se impondrá la necesidad acuerdista

Libertarios, cambiemitas y todistas se presentan ante el mismo escenario de carencias, aunque con herramientas levemente distintas para unos y otros. Las viejas identidades políticas perduran por debajo de la superficie, pero por encima no parece haber muchas cosas que los puedan integrar.

Argentina ha llegado a esta instancia con todas las debilidades posible, un panorama sombrío y desalentador. No es por nihilismo, sino porque parece que efectivamente esta vez no se podrá burlar el destino con triquiñuelas como las vividas anteriormente: es imposible hacer volar todo para endilgar la responsabilidad a otros, porque están todos adentro.

Es casi como si el Estado se hubiese convertido en el ciudadano argentino que tantas veces vimos: en tiempo de vacas gordas se acostumbró a vivir bien y a gastar mucho, pero llegó la sequía y fue como haberse quedado sin trabajo; la falta de reservas por esa vida de bacán sin ingresos fue como quedarse sin ahorros; falló tantas veces devolviendo lo que recibió prestado que nadie le quiere extender el crédito ni firmar una garantía; para colmo de males no se habla con parte de la familia y ha perdido buena parte del músculo que tenía para poner el lomo.

El desafío es mayúsculo. Pero si la resiliencia argentina es real, quizás esta vez los políticos encuentren la forma de dejar de lado los egoísmos para construir la gobernabilidad tan necesaria para lo que viene.