Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com

Aún restan algunos párrafos que aportó Peter Campbell Scarlett durante su travesía de 1835, para aprovechar sus referencias a la vida diaria en la región rural cordobesa. En los apuntes de este cronista se acentúa el foco sobre uno de los aspectos cotidianos que definían el transcurrir de los habitantes de las postas de la frontera sur: la presencia de pueblos aborígenes asentados a lo largo de esa división, poniendo freno en forma nada amistosa al avance de españoles y criollos hacia la Patagonia.
“A las cuatro de la tarde de ayer llegamos a un pueblo llamado Rio Cuarto, por el río del mismo nombre. Habíamos hecho un viaje rápido en una atmósfera abrasadora; pero sintiendo la necesidad, como pensamos, de avanzar varias leguas antes de la noche, nos dirigimos a la posta con la determinación de parar a ordenar nuestros caballos y partir de allí lo antes posible. Nuestras intenciones, sin embargo, cambiaron rápidamente, al enterarnos de que los indios llevaban la misma dirección que nosotros; y que, debido a esto, parte de la caballería había marchado fuera de Río Cuarto, para proteger una aldea lejana que se encontraba en nuestra ruta; y que, si llegábamos sanos y salvos al siguiente rancho, era muy probable que los habitantes los hubieran abandonado, y no nos sería posible seguir adelante. (…) Cabalgamos muy rápido hasta una posta llamada Barranquita, al pie de una colina. Al llegar allí me llamó la atención la ausencia de todos los hombres; también los animales habían desaparecido, excepto un ternero que estaba atado a una estaca. Esa desolación se extendía hasta el interior de un corral, rodeado de muros de barro, al que ingresamos por una puerta de madera. Un gran ombú se alzaba al medio, echando una ancha sombra sobre el suelo. Pero no se veía persona viviente. Más tarde se fueron asomando desde un rincón oculto, primero un muchacho semidesnudo y luego un viejo y otra persona.” Los pobres habitantes del lugar les contaron que, ante el anuncio de una incursión ranquel, se había decido llevar a las mujeres a los cerros cercanos y que, al ver a la distancia a Campbell junto a sus compañeros, los habían tomado por un grupo de indígenas, lo que precipitó su huida. “Se hallaban en tal estado de alarma que tuvimos que amenazar a estos pobres desgraciados para obligarlos a lacear caballos frescos que nos permitieran seguir viaje.”
La escena prácticamente se repite al llegar el grupo de viajeros a la posta cordobesa en el límite con San Luis, la de Achiras. Allí también sus habitantes los habían tomado por un grupo ranquel, y algunos se habían escondido para poder observarlos. Las mujeres, entretanto, habían sido enviadas a las sierras para evitar que los atacantes las tomasen cautivas. Campbell recuerda los riquísimos higos que comió en esa posta rodeada por una pared de barro. La etapa cordobesa del viaje llegaba a su fin, y los miembros del grupo esperaban seguir viaje y ponerse a salvo definitivamente de los aborígenes. Su próxima parada sería la del Portezuelo, y de allí tomarían hacia el Morro de San Luis.
A la de este viajero de 1835 sucede la crónica del geógrafo ruso Platon Alexandrovich Chikhachev, quien recorrió tierras cordobesas un par de años más tarde. Desembarcó en Valparaíso en 1837 y desde allí cruzó la cordillera en mula, para continuar a caballo a través de las pampas, rumbo a Buenos Aires. En Montevideo el geógrafo volvería a abordar la corbeta inglesa que lo trajo a Sudamérica, para el viaje de regreso a su país. Iba en compañía de varios gauchos y un correo chileno, Rodríguez, quien lo había animado en Mendoza a emprender juntos el viaje a Buenos Aires.
En Achiras dos cosas llamaron la atención de Chikhachev. Por un lado, se despertó su curiosidad por asistir a una caza de avestruces, y también se interesó por la presencia de una joven, una “gauchita” que se les uniría al seguir viaje a Buenos Aires. Le llamaban Dolorcita y viajaba de vuelta a su casa a encontrarse con su marido luego de visitar a unos parientes de San Luis. Había sido necesario, señala Chikhachev, galopar “dos mil verstas” para el cumplimiento de tal deseo. De arranque en aquel itinerario, los signos de la vida en el lugar resultaban luctuosos y señalaban la temida presencia de los vecinos originarios: “Durante casi dos días seguidos nos alimentamos exclusivamente de té paraguayo y de un poco de carne desecada que teníamos en reserva. Llegamos a una posta, pero ninguno de sus moradores estaba con vida. Los indios los habían cortado en pedazos, mutilando sus cuerpos y desparramando sus ropas en jirones por la tierra.”
A ese cuadro le sucede una marcha menos sobrecogedora para el viajero ruso y sus acompañantes: “Por fin alcanzamos el fortín siguiente, donde haraganeaban unos cuantos gauchos, fumando descuidadamente sus cigarros detrás de un puente levadizo colocado sobre un foso. A partir de este lugar entrábamos ya en la proximidad de la región costera o litoral de las pampas donde los altos pastizales y las hierbas nitrogenadas, eran reemplazados por ricos lampazos y cadillos.” La fauna del lugar asoma, y también un infortunio muy frecuente en los caminos: “Un rebaño de hermosos guanacos se paró ante nosotros, mirándonos con curiosidad y luego huyeron. Rodríguez los miraba mientras corría a todo galope cuando cayó a causa de una cueva de vizcachas y se golpeó malamente el pie.”
Retomamos el relato en una parada ya próxima a la frontera con Santa Fe, especie de isla en medio de la pampa: “Cuando al alba de un domingo llegamos a Cabeza del Tigre, todos sus pobladores estaban entregados al sueño. Una pequeña plaza situada en el centro del pueblo acumulaba residuos y osamentas de ganado. Una iglesia de dimensiones reducidas se elevaba en la plaza. Sobreponiéndome a la fatiga entré en el templo para ofrecer al cielo una ardiente plegaria por la terminación feliz del trayecto más peligroso de todo mi viaje. También quería observar el sentimiento religioso de los inconstantes hijos del desierto.”