Por Javier Boher
Hace ya unos días que parte de twitter está sumida en uno de esos debates que solamente resuenan ahí adentro y que -mencionado fuera de dicho antro- solo devuelve desconcierto, lo que confirma la existencia del famoso “microclima” de las redes sociales.
El debate en cuestión es sobre una afirmación que hizo el periodista Gabriel Levinas respecto a que Argentina no estaría preparada para tener un presidente tartamudo, en referencia a Eduardo “Wado” de Pedro, ministro del Interior de la Nación. Debo de confesar que coincido -al menos parcialmente- con dicha afirmación.
Considero fundamental que este intercambio de ideas está fuertemente marcado por la misma grieta que tiñe tantas cosas. La afirmación del periodista no fue respecto a que un tartamudo no debería tener el derecho a ser presidente, sino a que la sociedad sigue siendo -en muchos aspectos- conservadora, lo que lógicamente disminuye las chances electorales de aquello que difiere respecto a lo más habitual.
Lo que ocurrió fue que se tomaron las afirmaciones del periodista estrictamente en ese sentido, un equivalente a la negación de algunos respecto a la participación femenina en política.
Ahora bien, abrazarse de esa característica como rasgo distintivo del candidato a los fines de resaltarlo como una virtud solamente se puede dar si ocurre que el candidato esté en alta estima en la opinión pública y se le de este giro identitario para algo que existe independientemente de su condición. Cuando Cristina Kirchner logró la reelección de 2011 no fue porque era la viuda doliente, sino que se buscó explotar esa veta en una candidata que ya estaba en alta estima popular, a la vez que dicha característica debe ser valorada positivamente por la gente.
Por otra parte, las elecciones se ganan sacando un voto más que el rival. No hace falta caerle bien a todos, sino a la mayoría que hace ganar la elección. Habiendo dicho eso, los candidatos tampoco pueden ser candidatos de nicho, que solamente le gusten a su electorado duro, porque hay que seducir a los que están afuera de ese espacio para alcanzar ese voto más que da el triunfo.
Eso fue lo que entendió el kirchnerismo en 2019: Alberto Fernández le daba los votos que Cristina por sí sola no tenía. Un candidato del riñón de la hoy vicepresidenta iba a tener un techo bajo. Con Fernández justamente se amplió por ser “el moderado”. Si se elige un candidato de nicho y se lo trata de vender como algo nuevo por ser diferente, lo lógico es que ese candidato no gane.
Hay que saber diferenciar entre lo que son los deseos personales de lo que es la sociedad realmente existente. A mi me encantaría que puedan ir a la cancha las dos hinchada mezcladas, pero no se puede. Me encantaría que algunos periodistas no traten de desubicados a los que siguen a su equipo como “infiltrados” en la hinchada rival, pero parece imposible. El deseo personal no va de la mano de lo que la sociedad hace, vive, siente o piensa.
En ese sentido, quizás la sociedad no está preparada para un candidato que no ha exhibido ninguna virtud destacable como político, lo que es completamente independiente de su condición de tartamudo. Sin embargo, esta última podría ser permanentemente invocada al cuestionar su capacidad de conducción, tal como la condición de mujer de Cristina es permanentemente explotada por una parte de sus detractores. ¿Debería ser así? Para nada, pero lo es.
La capacidad de liderar va más allá de cualquier característica personal o física, visible o no. Es algo independiente de esos atributos, que se pueden obviar si la gente encuentra un vínculo que pueda establecerse más allá de ellos.
Max Weber identificó a la autoridad carismática como una de las formas de dominación legítima. Al establecer los criterios que la definen, se basó en una idea de carisma que no tiene que ver con lo que se nos puede venir a la mente, de una persona extrovertida o desenvuelta. Según Weber, la clave estaba en que la gente le atribuyera a ese líder características que lo distinguieran del resto, independientemente de que efectivamente las tuviera. Así, la tartamudez de Wado no sería ningún obstáculo para llegar a convertirse en un líder. La clave está en que la gente pueda ver en él características que lo hagan distinto.
Tanto Carlos Menem como Néstor Kirchner son presidentes que pueden servir de ejemplo para entender de qué se trata el carisma. Que el riojano haya construido una carrera política siendo la antítesis de la belleza estética y con tonada del interior profundo era algo que no existía en la política de los medios masivos de comunicación. ¿Cuántos políticos de trascendencia nacional hubo con ese perfil en la segunda mitad del siglo XX en Argentina?.
Si en 2002 alguien decía que el país podía tener un presidente estrábico la respuesta a tono con lo de Levinas hubiese sido que no, que no estábamos preparados. Sin embargo, Kirchner fue más allá de esa condición y ejerció una presidencia que contó con altos niveles de apoyo popular. Sus adherentes incluso llegaron a convertir ese ojo desviado en una marca política a replicar en el merchandising militante.
Las barreras y trabas sociales están para ser cruzadas, transformando la realidad. Decir que la sociedad no está preparada para un presidente tartamudo implica decir que a los políticos con esa condición les va a costar más que al resto porque difieren de lo que le es familiar a la gente, no porque la gente no pueda aceptar la diferencia. En febrero del 2000 se vio en Los Simpsons algo que puede ayudarnos a entender esto. En un momento le dan a Lisa una calcomanía con la consigna “Por un presidente gay en 2084”. Al mostrarse sorprendida, uno de los políticos que trabaja en la consigna le dice: “somos realistas”. Los condicionamientos sociales existen independientemente de que a las personas les gusten.