Focos en el aquí y el hoy de la historia (Tercera parte)

El control de las pulperías, un proyecto de escuela para niños y el caso de una beata acusada por la inquisición, son tres referencias donde se entrevén chispazos del cotidiano cordobés del siglo XVII.

Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com

La variedad de los aspectos que contribuyen a definir lo que llamamos vida cotidiana es tal, que en un punto se vuelve inabarcable y, por eso mismo, autoriza a detenerse en cualquiera de los recortes donde se encuentre un detalle del transcurrir de la vida social en el pasado lejano. Lo que estamos señalando en la Córdoba del siglo XVII son apenas vistazos que permiten aproximarse a una realidad mucho más compleja, aun en esos tiempos de ciudad pequeña que era, a la vez, una de las de mayor presencia en el interior argentino. Tierra de paso que comunicaba a Chile y el Alto Perú con el puerto de Buenos Aires, y con el Paraguay, e incluso una de las capitales más prósperas en esos tiempos en que se inscribía en la provincia llamada Tucumán, Córdoba estaba a la vez integrada al contexto del virreinato del Perú, del que formaba parte, cultural y económicamente.

En la deriva en busca de elementos relativos a la cultura cotidiana del siglo XVII, recalamos en un tema bastante amplio, que involucra la presencia de pulperías, locales definidos por su venta de vino u otras bebidas alcohólicas en Córdoba del paso del siglo XVI al XVII. Nuestras citas, a la vez que mencionan el expendio de vino, apuntan al control social.
A fines del mil seiscientos, la pulpería era foco de preocupación de las autoridades. Una síntesis haría visible que las bebidas derriban barreras del comportamiento social y alientan en esos locales el inicio de riñas, a veces a muerte; las quejas a la autoridad, así como los comportamientos obscenos, etc. Las pulperías, según un regidor y alcalde cordobés de 1690, “son guarida de vagabundos” y no debe permitirse que “hayga en dichas pulperías bulla de gente, corrillos ni conversaciones y más con guitarra, ora sean negros, negras. indios. indias. mulatos, mulatas. mestizos, mestizas y mozos españoles». El decreto indica que al hallarse en el local a “toda esa clientela que, si al ir a comprar los encargos se detuvieren un rato más que el preciso, serán castigados con una tunda de 50 azotes”.
Los mozos españoles figuraban al final de la lista, pero las etnias esclavizadas, con sus matices de piel, ya fueran africanas u originarias, eran los verdaderos sujetos de control en la sociedad colonial. El cabildo de Córdoba, a fines de 1619, tomaba nota de una resolución por la cual se mandaba pregonar un auto “prohibiendo con gran justificación la venta del vino a indios, y le piden con encarecimiento haga lo mismo prohibiendo la dicha venta a negros que correrá en igual utilidad, y el dicho teniente mandó que luego se haga, así que esta presto a firmarlo y con esto se acabó este cabildo y lo firmaron Lope Bravo de Zamora, Don Alonso de la Cámara, Francisco Mejía, Juan de Ludueña.” 

Tomando una diferente clase de referencia, cómo no considerar un signo que apunta a nutrir la vida cotidiana, un intento educativo en la Córdoba pequeña de 1637, anotado en las Actas del Cabildo, a partir de “una petición de Franco de Cuevas pidiendo licencia para poner escuela de niños y vista este cabildo le dio licencia para que ponga y en este estado se quedó este cabildo”, lo que sus miembros firmaron ante el escribano Pedro de Salas. Desconocemos si prosperó, o cómo, esa iniciativa, pero al menos señala una necesidad formativa que se dejaba sentir, para los cordobesitos y cordobesitas del siglo XVII. Esto ocurría en una ciudad donde los jesuitas habían dado inicio a la formación religiosa a través de la universidad fundada por Trejo y Sanabria en 1613, y donde, en 1687 se fundaría el Colegio Monserrat, el más antiguo del país. 

El componente religioso determinante en la enseñanza sugiere otra deriva de la cultura cotidiana en que se desarrollaba la vida de esta ciudad en el siglo XVII. La atmósfera religiosa era resultado de un dispositivo que hegemonizaba la mentalidad de los colonos y de buena parte del mundo. Ese universo se reproducía mediante instituciones cuya acción diseminaba creencias y, al mismo tiempo, castigaba a quienes no sostuvieran las normas morales y faltasen en la obediencia a las autoridades religiosas y civiles.
Un caso que choca a la religión institucional y apunta a una religión digámosle popular, e involucra al Tribunal de la Inquisición, es el de la beata Ángela de Dios, nacida en Córdoba en los años veinte del siglo XVII: “Célebre fue en el indiano hemisferio la titulada madre Angela o Angela de Dios, cuyo apellido era Carranza, natural de Córdoba del Tucumán, quien, pasando al Perú y frecuentando los templos de Lima, logró que la tuviesen por santa. (…) Vinculaba la felicidad de las personas, el buen éxito de los negocios, aspiraciones y empresas, a los objetos que santificaba: rosarios, medallas, campanillas y cencerros, cuentas, pañuelos, espadas y dagas, papeles escritos y firmas, sus cabellos y muelas y uñas, sus enaguas, vendas y paños teñidos en su sangre.”
Extractamos la cita de la Reseña histórico-descriptiva de antiguas y modernas supersticiones del Río de la Plata, de Daniel Granada, cuya primera edición data de 1896. Para algunos, Ángela era un ser diabólico: “El demonio se había valido, como suele hacerlo, de una de esas mujeres que llaman beatas, lo que era la cordobesa, quien llevaba el hábito de San Agustín.” Y tuvo también numerosos adeptos, lo que acrecentó su fama hasta el punto de que Ángela de Dios Carranza fue llamada por la Inquisición de Lima en 1689, cuando pasaba de sesenta años. Su culto en vida la destaca entre quienes se apartaron de los estrictos preceptos religiosos y ya en su época corrió la voz de que era una “iluminada”, o “alumbrada”, un arquetipo de persona con ciertos poderes derivados de la fe, pero reñidos con las instituciones religiosas, aun cuando procedían en su origen de alguna orden. El proceso de Ángela duró seis años, concluyó en 1694, con una condena a la beata a ser encerrada por cuatro años en un convento, y desterrada por diez años de territorios donde pudiera continuar sus prácticas consideradas peligrosas y nocivas.