Por Víctor Ramés
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La vida cotidiana tiene mucho de repetición, de rutinas, de hábitos, de formas, de roles que se juegan en un “tablero” dado por las circunstancias. A la vez que se está inmerso en el hoy, se es una pieza de las grandes gestas. A la escritura macro, la historia de lo “importante” hay que sumar las crónicas de lo fugaz, de lo pequeño. Nuestro ejercicio es acercarnos a la cotidianidad histórica de las y los cordobeses que nos precedieron en la vieja ciudad (entonces mucho más nueva). Esa dimensión de la vida que atrae nuestra búsqueda conecta con la experiencia personal, lo que más nos acerca a la resonancia humana de personas de antaño, como lo seremos nosotros mismos no dentro de tanto, para las generaciones futuras. No es mucho, tal vez; como esos restos arqueológicos de vasijas quebradas puestas en la vitrina de un museo. Un cacharro que se rompe y tal vez se puede reemplazar con otro en lo inmediato, adquiere un nuevo valor que el que tenía en su propio tiempo, en tanto fragmento y acaso lo único con que contamos para imaginar su uso en la vida de las personas. Puesto en el museo, el fragmento parece haber tomado una pequeña dimensión eterna.
La diversidad de los documentos, de donde se pueden extraer otro tipo de fragmentos (palabras y experiencia escritas que adquieren un peso particular), funciona de un modo equivalente. Por ejemplo, el párrafo de una crónica que ofrece un breve panorama de la ciudad y de sus habitantes. Un plano general situado en algún punto de esta ciudad, aportado por Antonio Vázquez de Espinosa en su Descripción general de la gobernación del Tucumán, hacia 1620. Aquí la vida cotidiana asoma en las actividades de las personas a quienes podemos imaginar viviendo en el cuadro manuscrito por el religioso:
“La ciudad tendrá 250 vecinos españoles, donde hay Iglesia parroquial con conventos de Santo Domingo, San Francisco y la Compañía de Jesús intentaba fundar por el año de 1623. Hay Cantidad de viñas alrededor de la ciudad, de que se hace mucho vino, que es el principal trato de ella, y así para regar las viñas, y huertas con los demás sembrados de trigo, maíz, patatas y otras raíces y semillas, que todo se riega de una grande acequia, sacada de un Río que pasa cerca de la ciudad. De esta se sacan otras menores para el servicio de la ciudad, la cual es un pedazo de paraíso, se hacen en ella y en los pueblos o reducciones de su distrito, que son de indios de buena razón, cantidad de lienzo de algodón, de que también hay grande cosecha; tiene en su comarca muchas crías de ganados, y mulas, y sus campos son llenos del silvestre como todo aquel Reino.”
De ese cuadro general se puede ir, siete años más tarde, a la exposición de situaciones más inmediatas, de la mano de las Actas del Cabildo. Allí se hacen visibles problemas en el abastecimiento de productos alimentarios básicos, que afectaban la vida de la población en general, en una ciudad sin opulencia ninguna, afectada más bien por grandes carencias. Dado el tipo de documento no hay lugar para romantizar las cosas. El cotidiano aquí también hay que imaginarlo a partir de la situación que reflejan las páginas del documento oficial de gobierno. Se filtra la presencia de los pobres, que no se echaban de menos en los tempranos años coloniales. Incluso la oración religiosa entraba en las medidas del cabildo pensadas para mejorar las cosas.
Se lee en algunas actas tempranas de 1630 que el propio escribano del cabildo (llamado Alonso Nieto) “por hacer bien a esta república y pobres, constándole del hambre y necesidad que ha habido en el año pasado y el presente, ofrece dar dos mil pesos en reales para que el cabildo nombre a cuatro personas que amasen todo este año pan cocido y se obliguen a dar todo el año cuatro libras de pan por un real”. Dichas personas debían obligarse a “amasar cada día cada uno dos fanegas”, y enseguida se mandó pregonar la noticia “por voz de Antonio, negro pregonero, para saber si hay quien quiera amasar en la dicha forma que se le dará a cada una de las cuatro personas quinientos pesos con seguridad para la paga.” En otra acta del mismo mes de febrero se insiste en la preocupación por la existencia de “muchos pobres vergonzantes que por su necesidad y no llegar a mostrarla la padecen notable y les obliga a distraerse y cometer algunos excesos en deservicio de Dios nuestro señor”, quedando “en lo posible el remediarlo y tratado y conferido por el dicho cabildo”.
Se insiste en “la necesidad que hay de pan para los pobres y republica por causa de las plagas que nuestro Señor ha sido servido dar a esta ciudad de langosta y otras”. Para el hambre, las autoridades deciden que “las personas que han cogido trigo más que otras” deben contribuir a “que no falte a los pobres y república el pan cocido”.
En otra resolución de los capitulares el tema es el abasto de carne: “tratóse en este cabildo que se dé orden que haya abasto de carne de vaca por la gran necesidad que hay y ha habido”. Se informa que “el señor Don Gerónimo de Cabrera ha dicho que de Santa Fe vendrá a dar abasto” un tal Suárez, quien la venderá “a seis reales el cuarto y será novillaje de edad”. Y se trató también la cuestión de que “considerado la falta de trigo que hay en esta ciudad”, uno de los cabildantes tomaría a su cargo “tratar con las personas carreteras que hay y van al dicho puerto, que vengan cargadas de trigo y que se ofrezca al que le faltare plata de le prestar hasta en cantidad de mil pesos”.
El panorama de crisis, agravado por la invasión destructora de las langostas, apunta a otro tipo de solución. En el cabildo se propuso hacer un novenario a los santos Tiburcio y Valeriano, “abogados de esta ciudad para la langosta, y que dos religiosos de cada convento fueren a conjurarla a los ríos y distritos de esta ciudad”. Se pide en particular que la gente “acuda y se lo rueguen de parte de este cabildo” a los padres de la Compañía, para que “la conjuren y pidan a Dios las ahuyente y destierre”.