J.C. Maraddón
En 1979, Federico Fellini presentó (fuera de competencia) en el Festival de Cannes su película “Ensayo de orquesta”, una pieza fílmica de tan sólo 70 minutos de duración que no tuvo buena recepción de la crítica, al igual que ocurrió con su siguiente obra, “La ciudad de las mujeres”. Se trata del inicio de su etapa de madurez, en la que se vio asediado por el adjetivo de “felliniano” que se aplicaba a su estilo y a todo aquel que se le pareciera. Envuelto en esa red que era producto de su propio modo de hacer cine, igual se dio con el gusto de filmar lo que le venía en gana.
En “Ensayo de orquesta” expone la rebelión de los músicos contra los abusos de un director al que desacreditan por su autoritarismo. El formato que elige Fellini es el de una especie de falso documental, en el que se suceden los testimonios de quienes intervienen en la polémica, al mismo tiempo que se muestran los sucesivos y generalmente fallidos intentos de llevar a cabo la preparación de un concierto, que fracasan por el perfeccionismo ultramontano de quien lleva la batuta, y por la resistencia que le ofrecen los instrumentistas.
En el contexto de la Italia de finales de los setenta, esta cinta fue leída como una metáfora de la situación política de ese país europeo, donde la democracia parlamentaria requiere siempre de forzados consensos difíciles de lograr, que derivan en enfrentamientos perjudiciales para los ciudadanos. Sin embargo, también se observa allí la mirada cínica que echa Fellini sobre el vedetismo de los artistas, que se consideran cada uno de ellos como insustituibles y mejores que el resto, a la vez que reclaman una libertad absoluta para su creatividad sin contemplar que sus pares quieren gozar de iguales derechos.
Trasladada a la actualidad, aquella fantasía felliniana bien podría seguir vigente en cuanto al ego de algunas personalidades artísticas, a las que les cuesta horrores encajar en un proyecto colectivo para el que deben resignar los humos que se les han subido. Pero tal vez el panorama político en el que se inserte la trama debería incluir ahora esas preocupaciones de este siglo veintiuno como las cuestiones de género, el acoso y las cancelaciones, temáticas de las que poco y nada se hablaba en la época en que aquel genial realizador nacido en Rímini figuraba entre los más idolatrados en su profesión.
La película “Tár”, nominada al reciente Oscar y por la que Cate Blanchett aspiraba a la estatuilla como Mejor Actriz, se atreve a actualizar ciertos ítems de “Ensayo de orquesta”, como por ejemplo esa tensión existente entre los músicos y su director, al que deben respeto, sin por eso dejar de lado las diferencias que puedan tener con el Maestro. Blanchett compone a la perfección el personaje de Lydia Tár, la primera mujer que accede a dirigir la Filarmónica de Berlín, cuyo despiadado carácter es el contrapeso de la admiración que despierta a través de su desempeño profesional.
A esa disyuntiva que pervive desde hace décadas, el filme de Todd Field le suma una dosis de modernidad al ofrecer matices más íntimos de la personalidad de la protagonista, que van desde su orientación sexual hasta su rol materno, pasando por los retorcidos recursos de seducción que emplea. La narración sostiene el suspenso a pesar de su linealidad, y desemboca en un epílogo al que sólo los entendidos conseguirán comprender. Lejos ya de los antiguos conatos revolucionarios setentistas, es lógico que “Tár” nos interpele desde los cambios culturales que el mundo está experimentando y que todavía no llegan a cuajar.