J.C. Maraddón
Como una constante a través de los años, aparecen los casos excepcionales de personas de origen humilde que, por su tenacidad, sus capacidades y/o su carisma, se elevan entre sus pares y consiguen superar las limitaciones de su entorno para convertirse en figuras populares. Detrás de esa evolución personal inusitada emerge a veces la idolatría, promovida por quienes ven en esa estrella surgida desde abajo, la proyección de sus propias posibilidades de ascenso social, que quizás en realidad sean nulas pero que en la fantasía de la gente se ven incrementadas por ese ejemplo de alguien que pudo forjar su destino de grandeza.
El deporte suele cobijar esta clase de hazañas y por eso se presenta como ámbito propicio para la concreción de los sueños de fama y fortuna, por más que a la postre sean muy pocos los que triunfen y demasiados los que fracasen en la desesperada búsqueda por salir de la pobreza. Pero también el mundo del espectáculo ofrece estas promesas de gloria a quienes despuntan en el canto, en la actuación o en algún otro rubro y se atreven a explotar al máximo esas inquietudes, para gracias a ellas abandonar el anonimato y dar el gran salto.
Quizás pueda encontrarse en Diego Maradona a uno de los mayores exponentes de este prototipo de astros que han nacido y crecido en un ambiente de precariedad inocultable y que, a partir de un don extraordinario, pasan a revistar entre las celebridades más conocidas del planeta y cosechan ganancias de una inesperada desmesura. El mito en torno a este crack internacional oriundo de Villa Fiorito, ha cimentado una devoción que no conoce de fronteras de tiempo y espacio, cuya intensidad fue in crescendo cuando él estaba vivo y que se ha multiplicado hasta el infinito después de su fallecimiento.
Sin embargo, menos habituales pero no por ello insignificantes, también se verifican situaciones en las que aquellos que han nacido en cuna de oro y que ostentan riquezas obtenidas por herencia, también se consagran como ídolos masivos y son rodeados por una multitud de admiradores. Más que como pares dignos de adoración por su esfuerzo para escapar de la malaria, estos personajes fundan su predicamento en su aptitud para funcionar como símbolo de un modo de vida que se sabe inalcanzable, aunque no por ello se apague la quimera de que alguna vez podamos disfrutar de esos privilegios nosotros mismos.
Tal vez este deslumbramiento que supieron despertar a veces miembros de la realeza o del jet set, sea parecido al que terminó cosechando Ricardo Fort, aquel malogrado mediático que invirtió parte de su patrimonio familiar para edificar una carrera en el negocio del entretenimiento, donde su derrotero por el éxito fue tan fugaz como el brillo de un cometa. Sus modales bizarros monopolizaron la pantalla chica durante un breve periodo, para luego de su muerte viralizar su imagen como un meme a partir de situaciones ridículas o de frases espontáneas que hoy ya se han incorporado a la jerga cotidiana.
Con un resultado que no siempre es el óptimo, por esos vericuetos de la existencia del empresario chocolatero pretende adentrarse “El Comandante Fort”, una miniserie estrenada por la plataforma Star+ que, en sus cuatro episodios, recrea los momentos claves de su biografía. Si bien no es mucho lo que agrega a lo ya sabido sobre un famoso que se caracterizó por hacer de sus devaneos un reality show, la tira brinda una perspectiva de lo que fue ese insólito sentimiento que Fort desató entre sus seguidores, a pesar de que su conducta de niño caprichoso no aparentaba ser la más apta para generar empatía.