J.C. Maraddón
La película “Prêt-à-Porter” de Robert Altman, estrenada en 1994, no hace sino representar la trascendencia que tenía en esos años el mundo de la alta costura, pero sobre todo la jerarquía alcanzada por las y los supermodelos en el panorama de la cultura de aquel entonces. Sin que existiera todavía una discusión global en torno a bellezas hegemónicas, se consideraba que esas anatomías dotadas de cualidades encomiables merecían un reconocimiento unánime. Y se entronizaba a esas personalidades que desfilaban con su altura y delgadez por las pasarelas, como estrellas en el firmamento de la fama internacional, merecedoras de todos los elogios habidos y por haber.
En la Argentina se vivieron las repercusiones de ese fenómeno y por aquí también tuvimos nuestro Olimpo de top models, una profesión que muy pronto se reveló como trampolín para aquellos que luego, montados sobre su fotogenia, desplazaron sus inquietudes hacia la actuación, la música o la conducción de programas de TV. Los analistas no expresaron ningún agrado sobre esa nueva usina artística, surgida desde un ámbito al que criticaban por su frivolidad y su excesivo interés en lo estético. Así fue como cualquier talento proveniente de esa cantera, debía realizar el doble de esfuerzo para demostrar que era algo más que una cara bonita.
Algo parecido sucedió en la década siguiente con el formato televisivo de los reality shows, una importación que prendió con rapidez en los espectadores locales, quienes consagraron como personajes populares a algunos de los participantes destacados de esas competencias. Al igual que había ocurrido con los astros del modelaje, también el planeta de los reality proveyó de actores y actrices, intérpretes musicales y animadores de la tele, que ganasen o no el certamen habían puesto en juego aptitudes suficientes para salir del anonimato e incorporarse en la casta de los famosos de un día para el otro.
Sobre esta camada también recayeron los golpes de la crítica, que no podía aceptar que ese procedimiento fuese una instancia consagratoria para los que aspiraban a hacerse conocidos en la industria del arte y el entretenimiento. Era ese algo así como un origen bastardo que debía ser repudiado por la comunidad bienpensante, más allá de que el aludido hubiese expuesto méritos acordes a sus pretensiones. Todo el que hubiera tenido ese debut “espurio”, quedaba bajo una sospecha permanente y podía llegar a ser tomado como intruso en las más elevadas esferas culturales, a las que sólo accedían los exentos de tales “impurezas”.
En el reciente festival folklórico de Cosquín, quienes aún hacen gala de esos prejuicios recibieron una doble lección, por parte de mujeres que, con sus performances, hicieron olvidar a todos del lugar desde el que habían cobrado impulso sus carreras. En la cuarta luna fue Carolina del Carmen Peleritti quien brindó una actuación emocionante, durante la que desplegó una voz educada y conmovedora, en compañía de instrumentistas de gran nivel. La imagen de aquella modelo de rostro exótico que ocupaba portadas de la revista Gente, quedó sepultada por esta faceta en la que disfrutó de un lucimiento proporcional a su humildad.
Maggie Cullen, por su parte, fue la grata revelación de la sexta noche festivalera, aunque quienes venían siguiendo sus pasos desde hace un tiempo, alertaban sobre las virtudes cantoras de esta joven que había participado (sin éxito) del ciclo “La voz”. Su paso por el escenario Atahualpa Yupanqui fue premiado por el aplauso del público y por los mejores augurios de los expertos, ese exquisito jurado que parece haber aprendido de la experiencia y que ha dejado de lado sus preconceptos, para dedicarse de lleno a juzgar los desempeños sin tener en cuenta cuestiones de linaje.