J.C. Maraddón
Cuando el punk salió a romper filas, allá por los mediados de los años setenta, la supuesta vanguardia rockera parecía asentarse en la música progresiva y atravesaba un momento de virtuosismo desaforado, tanto en las interpretaciones como en las composiciones. Las puestas en escena de los conciertos exhibían un derroche de efectos lumínicos y los músicos se vestían con prendas de cuidada elaboración, montados sobre un look que coronaban sus largas y muy coquetas cabelleras. El aspecto procuraba emular esa complejidad que transmitían sus inquietudes sonoras, que en vivo eran amplificadas con toda la potencia disponible de acuerdo a la tecnología de la época.
Los artistas enrolados en el punk, como verdadera antítesis de este panorama, se habían planteado como objetivo cuestionar de facto toda esa pompa, a partir de una actitud que sacaba fuerzas de la simpleza y que aplicaba una metodología minimalista para establecer diferencias. Lo rudimentario de su propuesta era justamente el distintivo del que se sentían orgullosos y, así como los mastodontes del rock sinfónico requerían de estadios para desplegar todos sus recursos, los punkies escenificaban su shows en pequeños pubs de mala muerte, donde impactaban al público con su visceral modo de actuar en directo.
Y no es que ellos desdeñaron los elementos vinculados a la imagen que tanta raigambre tenían en la parafernalia rockera. Todo lo contrario, hicieron un culto de esos detalles, pero los obtuvieron desde el reciclaje de adminículos que estaban destinados a otro fin y que pasaban a funcionar como accesorios imprescindibles. Los piercings confeccionados con alfileres de gancho y hojas de afeitar o la indumentaria intervenida con tachas, cadenas y pintura en aerosol, otorgaban a las figuras del género una presencia temible, que era el efecto que estaban buscando, en contraste con los beatíficos ropajes que vestían los ídolos ya establecidos.
Detrás de esos harapos descosidos y de esa estética que no se avergonzaba de resignificar objetos procedentes de prácticas sadomasoquistas, había también una estrategia de marketing que consiguió imponer en pocos meses una tendencia a la que con el tiempo fueron plegándose millones de jóvenes en todo el planeta, solidarios con ese nuevo fenómeno que desafiaba al sistema. Si el punk triunfó de manera efímera, fue entre otras cosas gracias a esos complementos visuales que, al revés de la música, prolongaron su legado a lo largo de los años y perdieron parte de sus componentes revulsivos para adaptarse al mundillo de la moda internacional.
El cerebro que diseñó esa escena y la dotó de una fotogenia feroz fue Vivienne Westwood, que ya era una treintañera con gran experiencia en el rubro cuando el punk empezaba a fermentar, y desde su propia boutique vistió y modeló a esas tribus impetuosas que surcaban las calles londinenses con ganas de llevarse el mundo por delante. Mientras su partenaire Malcolm McLaren se dedicaba a darle sustento al grupo Sex Pistols, del que fue manager y mentor, ella aportaba el toque divergente a esa movida artística que hacía de la deliberada fealdad su mayor atributo.
Así como a comienzos de los sesenta la fotógrafa alemana Astrid Kirchherr había forjado una impronta icónica para los todavía incipientes Beatles, Westwood fue la vestuarista de una punkitud cuya disrupción tuvo en ella el soporte creativo que necesitaba semejante revuelta cultural. Eso explica por qué después su obra se impuso en el ámbito de la alta costura; y también cuál es la razón por la que su deceso, ocurrido el pasado 29 de diciembre a los 81 años, tuvo un eco inusitado en el universo del arte, donde se la considera una pionera que supo estar en el momento y en el lugar adecuados.