J.C. Maraddón
A veces se considera al fútbol como la continuación de la guerra por otros medios y, en esa confusión, se transforma en episodios bélicos lo que son meros encuentros deportivos en los que, como en el caso de los torneos mundiales, quienes se enfrentan son combinados representativos de determinados países. Por supuesto, es imposible aislar estas competencias del contexto sociopolítico en el que desarrollan, pero cargarlas de esa entidad suprema, que pone a los enfrentamientos futbolísticos a la par de una batalla, desnaturaliza su esencia y tiñe de una rivalidad acérrima lo que se supone es un juego en el que, por definición, hay ganadores y perdedores.
En la Copa de Qatar 2022 nos tocó ser campeones y, por ende, los integrantes del plantel fueron recibidos a su regreso con los honores de un ejército triunfal. Aunque más no sea por un breve interludio, la gente se olvidó de sus problemas cotidianos y de las calamidades de la economía o la inseguridad que aparecen en las encuestas como las preocupaciones más apremiantes, para lanzarse a las calles a desbordar su alegría, tras un periodo demasiado extenso en que tuvimos que sufrir la amargura de sucesivas derrotas que nos hundían en la desazón.
El triunfalismo y el derrotismo aparecen así como dos caras de una misma moneda, que surge de la costumbre de trasladar a otra parte las ansiedades y los resentimientos que nos carcomen y que no pueden ser resueltos allí donde tienen su origen. Por ejemplo, la desgracia de que todo nos salga mal y que no consigamos alcanzar nuestras metas, pareciera disolverse en una hazaña deportiva de la que únicamente hemos participado como hinchas, pero que sentimos nos pertenece tanto como a cualquiera. Y, de igual forma, una caída de la selección puede hundir nuestro estado de ánimo, sin que importen nuestros propios méritos.
Esta vez hemos sido bendecidos por un trabajoso pero merecido galardón, que nos llegó en un momento oportuno, en que el desánimo se estaba llevando cualquier mínima dosis de esperanza y los indicadores estadísticos enviaban señales que tornaban imposible abrigar expectativas. Sin embargo, por cada vencedor de un Mundial existen muchos vencidos, algunos de los cuales ni siquiera pudieron avanzar desde la fase de grupos y que no sólo no lograron elevar la moral en sus países de origen, sino que por el contrario contribuyeron a agitar fantasmas depresivos preexistentes, que la tristeza no para de agigantar.
Quizás el ejemplo más crudo de esas consecuencias adversas que se desatan a partir de una debacle deportiva sea el del jugador colombiano Andrés Escobar, quien tuvo la mala suerte de marcar un gol en contra en el match que su selección perdió ante la de Estados Unidos, en el mundial jugado precisamente en esa potencia norteamericana en 1994. Con dos derrotas y un triunfo, Colombia no pudo clasificar a octavos de final, y los futbolistas debieron regresar antes de tiempo a su patria, donde pocos días después Escobar fue asesinado por un sicario vinculado a grupos paramilitares.
Entre la avalancha de series y películas sobre fútbol que se desató a propósito de la justa deportiva en Qatar, la tira “Goles en contra”, disponible en Netflix, busca desentrañar los avatares de la vida y la muerte de Escobar, emergente de una sociedad violenta a la que él quiso sobreponerse por medio del fútbol, pero que de la que terminó siendo una víctima más. Sólo que lo suyo fue en reprimenda por un error que cometió en un partido en una Copa del Mundo, interpretado como una traición inaceptable por los cárteles del narcotráfico que ejercían un poder absoluto.