Por Pablo Esteban Dávila
El presidente lo hizo de nuevo. Sin que nadie se lo pidiera, ni mucho menos obligado por alguna cuestión de Estado, concurrió al plató del programa “A dos voces” que se emite por el canal de noticias TN del Grupo Clarín para, nuevamente, meter la pata. Allí dijo: “lo que le pasó a Nisman es que se suicidó. Yo espero que no haga algo así el fiscal Luciani”. Previsiblemente, su aseveración generó una catarata de críticas desde múltiples sectores y hasta un pedido de juicio político de parte de la oposición.
Es ya un motivo de psiquiatras indagar sobre porqué Alberto Fernández se mete en estos bretes. A las contradicciones de costumbre suma, desde que asumió su gestión, una serie de desconcertantes afirmaciones que enervan tanto a sus detractores como a quienes desea agradar, la vicepresidenta entre ellos.
Debe convenirse que una cosa es que Cristina arroje al debate frases polémicas y otra muy diferente que lo haga Alberto. Aquella es dueña de votos irreductibles y tiene en su haber dos períodos presidenciales, con todo lo que ello implica. Además, y aunque a mucha gente no le guste, Cristina siempre fue lo que es. Esto no es un mérito en absoluto, toda vez que un político debe aprender siempre, especialmente de sus errores, pero para sus corifeos es una muestra de coherencia y compromiso, por lo que actúan en consecuencia.
No ocurre lo mismo con el presidente, como queda a la vista. Despojado casi desde el principio del poder real, su rocambolesco comportamiento lo ha arrojado al cenagal del ridículo, en donde chapotea para enterrarse cada vez más. Y, ahora que sus funciones han sido subsumidas en gran manera por Sergio Massa, pierde la oportunidad dorada de callar a la espera de alguna redención improbable.
Es preciso puntualizar que con este tipo de entrevistas Fernández no sólo gana en desprecio, sino que, además, fomenta el surgimiento de comportamientos patológicos en la ya exaltada base política del Kirchnerismo. Sugerir que Diego Luciani podría suicidarse (aunque retóricamente “espera que no lo haga”) es invitar a algún Frankenstein -cuando no crearlo involuntariamente- para que intente hacer justicia por mano propia con quien ha osado pedir 12 años de prisión para la jefa. Vale recordar que, para los que militan activamente la hipótesis del asesinato de Alberto Nisman, la hipótesis del celo kirchnerista es, precisamente, la causa de su muerte.
No debe soslayarse que este tipo de excesos pueden efectivamente tener lugar. Hace poco, el famoso escritor iraní Salman Rushdie fue acuchillado cuando daba una conferencia en Nueva York. Quién intentó asesinarlo estaba siguiendo una fatwa (una especie de edicto religioso) dictada por el ya fallecido ayatolá Jomeini, la que establecía que era un deber de todo musulmán dar muerte en cualquier lugar o circunstancia a Rushdie por su libro “Los Versos Satánicos”, considerado blasfemo por la teocracia de Teherán desde su publicación en 1988. ¿Es acaso aventurado suponer que algún afiebrado pudiera tomar las palabras de Fernández como una fatwa kirchnerista que invita a dar cuenta de quienes propician el lawfare o cosas por el estilo?
Echar leña al fuego es lo último que se necesita por estos tiempos. Motivos sobran: una economía desquiciada, pobreza récord, un gobierno tambaleante y una vicepresidenta fuera de sí son, de por sí, ingredientes de un cóctel incendiario. Ni que decir sobre el mensaje subyacente sobre que la Constitución es letra muerta que los dichos de Alberto sugieren a cada rato. Todo indica que el presidente, lejos de intentar pacificar al país, se encuentra empeñado en dividirlo aún más, incluso a costa de rifar su propia investidura.
Además, todo lo que se diga contra el juicio que se le sigue a Cristina no tiene asidero, ni jurídico ni político. El proceso es todo lo limpio que puede ser y se encuentra dentro de lo prescripto en las leyes. Es lógico que la vicepresidenta se sienta perseguida (cualquier político del promedio diría lo mismo en su situación), pero esto no genera estado alguno. Debe considerarse, asimismo, que recién ha concluido la etapa de la acusación y que ahora sigue el turno de sus abogados defensores, de los testigos y de una serie de etapas previas al dictado de la sentencia. Y que, incluso si esta resultare condenatoria, el fallo no quedaría firme hasta que la Corte Suprema así lo estableciese, con lo cual la acusada podría perfectamente presentarse a las próximas elecciones sin que nada pudiera prohibírselo. Como se advierte, está todo muy lejos de conformar una maniobra destinada a proscribirla.
Sin embargo, muchos quieren creer en la fábula de la proscripción. Déjese de lado a los militantes K, víctimas de una lobotomía conceptual que ya lleva casi dos décadas, y repárese en embajadores, presidentes y expresidentes de la región que se han solidarizado con los argumentos de Cristina. No solo algunos violan el principio de no intromisión en los asuntos internos del país, sino que, además, enarbolan sin sonrojarse un doble estándar que mueve a asombro.
La mayoría de los extranjeros progres que se rasgan las vestiduras por el pedido de condena a Cristina han mirado para otro lado sobre el caso de Jeanine Áñez, la expresidenta de Bolivia luego de la vergonzosa renuncia de Evo Morales y de su vice, Álvaro García Linera en noviembre de 2019. La señora Áñez, cuyo mandato fuera reconocido por la Corte Suprema de Bolivia y por el propio MAS (la mayoritaria fuerza oficialista) sufrió luego una condena por un supuesto golpe de estado que jamás propició. Es una auténtica presa política, sobre quien ningún defensor de los derechos humanos o cosa por el estilo le ha dedicado un minuto de su tiempo.
¿Porqué entonces semejante batiburrillo sobre Cristina y tanto silencio cómplice respecto a Áñez? La respuesta es simple: porque la primera se dice de izquierda y la segunda se dice de derecha (o de centro, o moderada, da lo mismo). “La izquierda te da fueros”, repetía Néstor a quienes le preguntaban desde cuando él era un progresista allá por los albores de su mandato. Tenía razón. Los progresistas, aunque sean tan falsos como lo es el ala izquierda del Frente de Todos, se consideran los señores feudales de la política, sobre los que no aplican las leyes que rigen para los demás. Causa estupor, es cierto, pero por estas horas hay miles de argentinos, especialmente en el AMBA, que avalan tanto desatino.