Weber quiere más eficiencia burocrática

La burocracia no debe ser entendida como el rejunte de empleados que toman mate y comen criollos, sino como una herramienta que define el verdadero poder del Estado.

Por Javier Boher
@cacoboher

No pocas veces hemos tocado en estas páginas el tema de la burocracia, el “gobierno de los escritorios”. No se trata de una chicana a algún club de fútbol que sale beneficiado en instancias externas al campo de juego, sino lo que indica la etimología del término.

La burocracia no fue pensada desde la teoría como una pesada máquina de poner obstáculos, sino todo lo contrario. Max Weber, un pensador alemán de principios del siglo XX, le dedicó buena parte de sus estudios al tema, mucho antes de que exitiera algo así como una ciencia de la administración.

Desde su punto de vista las burocracias son inevitables, por cuanto suponen la forma más eficiente de administración de las actividades humanas. Faltaba mucho en la historia de la humanidad como para tomar tal afirmación como un dogma, pero aquello no es incorrecto, sino más bien incompleto.

Los Estados modernos son, básicamente, sistemas burocráticos que se pensaron a partir de la racionalidad de fines del siglo XIX. “Paz y administración”, era el lema roquista, en una clara muestra de las ideas que respaldaban el proceso de organización del Estado argentino.

Esa idea es muy patente en los papeles, pero no siempre lo es en la práctica. Hay otro tipo de variables que influyen en la capacidad organizativa de la sociedad, fortaleciendo o debilitando todo ese proceso. No alcanza con copiar los modelos de afuera, porque hay otras cosas entre medio que no se pueden copiar.

Sí, es tentador pensar en que acá se puede copiar la tolerancia religiosa europea, pero sin las grandes masacres que vivieron ellos en carne propia lo mejor que podemos lograr es apenas una aproximación a ello. Eses ejemplo es válido para todos los campos de la acción humana, incluyendo allí lo relativo a la burocracia y la administración pública.

Aquí el Estado nunca estuvo tan separado de otras fuerzas sociales. Muchos se ponen el pañuelo naranja pidiendo la separación entre Estado e Iglesia, pero también deberíamos pedir la separación respecto a sindicatos, partidos políticos, bandas criminales o clubes de fútbol. En este país todo tiene que ver con el Estado y todos quieren sacarle alguna ventaja.

Esa debilidad del Estado a la rapiña externa lo hace propenso a los problemas de administración. No existen burocracias de carrera, a la vez que las nuevas teorías de la administración fallan porque no se pueden parar sobre cimientos firmes, sino todo lo contrario. Sin un correcto proceso de separación de la maquinaria estatal de los intereses de todas las otras organizaciones sociales (es decir, sin encontrar una manera de reducir la probabilidad de “captura” del sector público por parte de los actores de la sociedad civil) el Estado está condenado a una ineficiencia permanente.

La historia europea o norteamericana los empujó a delimitar claramente los límites entre lo público y lo privado, definiendo específicamente hasta dónde llegan uno y otro. Aunque está claro que los límites se pueden tornar algo difusos en el mismo desenvolvimiento de la política, las cosas no se dan como en este país, en el que existe una tendencia a la predación de los recursos públicos.

El escándalo por las muertes y heridas de recién nacidos en el hospital Neonatal ha resultado particularmente duro para toda la concepción estatal que existe en la provincia. Existe una administración más eficiente que en otros niveles, pero que no está exenta de los mismos problemas que tienen todos los Estados en Argentina.

Independientemente de quién tiene la culpa por lo ocurrido, lo que queda al desnudo es la incapacidad de control y gestión que existe en momentos críticos.

Mucho se ha señalado en el rol de la directora o de otros actores involucrados, cuando la realidad indica que en ese tipo de cargos es casi imposible decidir sobre la suerte de los empleados. Aceptar la conducción de un centro de salud público es un buen ítem para agregar a un currículum, pero no es un lugar de poder ni nada parecido, porque la cabeza de la institución no tiene la última palabra sobre esas cuestiones, sino que es apenas un actor más a merced de las decisiones que toman otras personas que nada tienen que ver con el día a día de la realidad de un hospital público.

Acá no importa mucho el color de la gestión, porque es un punto de debilidad en la estructura estatal de la provincia que puede afectar a quien la esté gobernando, como puede ser también lo del hackeo al Poder Judicial de la provincia. La falta de profesionalismo es una constante en el sector público, al que se accede más por contactos o militancia que por mérito o concursos (que cuando existen están bastante amañados para favorecer a algún sector específico).

Hace algunos años, un conocido que trabajaba en un hospital privado de la ciudad se demoró en llevar una droga para una paciente que estaba en estado crítico. Al señalársele el error dijo que no era tan grave. Su superior lo llevó a ver a la paciente que lo necesitaba, para que entendiera de qué se trataba: era una nena en edad de jardín de infantes que había sido abusada. El conocido renunció a los días, cuando entendió la gravedad de su indolencia. Eso no pasa en el sector público, donde hay infinidad de recursos administrativos para quedar en tareas pasivas o para denunciar al que le presenta crudamente las consecuencias de sus actos.

El Estado es un gigante estúpido, con muchos brazos para agarrar todo lo que está a su alcance, pero incapaz de saber si está siendo muy flojo o si está ejerciendo demasiada presión. Algunas cosas se le escapan y otras no lo sobreviven. Buena parte de eso tiene que ver con el fracaso permanente en implantar una burocracia que, aunque no eficiente, sea al menos responsable por el incumplimiento de las tareas encomendadas; especialmente cuando de ello dependen vidas.