Por Javier Boher
@cacoboher

No hay mucho margen de dudas como para ponerse a inventar interpretaciones. No hay democracia directa, porque el gobierno es ejercido por representantes; las provincias tienen autonomía, porque se adopta el federalismo; hay división de poderes, periodicidad de los mandatos, publicidad de los actos de gobierno y alternancia política porque esto es una república. ¿Quieren agregar adjetivos? Perfecto, pero esta base no deja lugar a reversiones.
A partir de la asunción del presidente de facto por asamblea legislativa tácita se me ocurrió pensar en cómo el kirchnerismo ha contribuido al fortalecimiento de las instituciones de gobierno, pese a su esfuerzo de dinamitarlas para construir un nuevo orden a su medida. Este desgobierno es, en cierto modo, el fracaso del coalicionismo electoral, pero también un triunfo de las instituciones: toda la crisis se ha manejado por los canales que corresponde.
Una de las bases del republicanismo es la división de poderes, que busca proteger los derechos de los individuos de los abusos del Estado, es decir del poder de coerción organizado.
El kirchnerismo logró difuminar los límites entre los tres poderes durante buena parte de sus primeros tres períodos. El control del legislativo le permitió nombrar a buena parte del judicial, así como tuvo un Consejo de la Magistratura que ayudó a consolidar el unicato. Pero los tiempos cambian, y con ellos cambian también las mayorías.
Cuatro derrotas electorales en cinco turnos, concurriendo a dos de ellas como peronismo unido, alteraron la representación legislativa. El gobierno tiene hoy la primera minoría en el Senado y en el Congreso, algo inusual en un ciclo peronista.
Por supuesto que eso no es todo. El presidencialismo que tenemos desde 1994 establece que los actos de gobierno que firma el presidente deben llevar la firma de su Jefe de Gabinete, que a su vez debe tener apoyo en el Senado a la hora de su nombramiento.
Así, ese presidencialismo sui generis que han querido crear parte de una debilidad extrema: Sergio Massa debe acordar sus decisiones de gobierno con Alberto Fernández -que puede cobrarse las que le hicieron- y Juan Manzur -que pretendió hacerse del poder como vocero de los gobernadores pero se desdibujó en semanas-.
Incluso si consiguieran poner todas las firmas en algunos decretos, tiene que estar conforme la dueña del Senado, la vicepresidenta Cristina Kirchner, pero también la nueva presidenta de la Cámara de Diputados, Cecilia Moreau.
¿Y para sacar una ley? Los gobernadores no pueden presionar con su gente, porque la oposición puede unirse y superar ese esfuerzo con números justos. Incluso si lo consiguieran apribarla, el veto presidencial puede tirar todo abajo.
Esta interna en la que se ha metido el Frente de Todos ha caído justo en cada espacio de poder concreto, en donde existe algún freno o contrapeso con el cual pelear en esa guerra fría. Son «fierros» institucionales con los que dirimir sus disputas.
La República ha conseguido evitar que esa interna se desmadre en un conflicto mayúsculo. Los resortes previstos en la Constitución han llevado al gobierno al riesgoso inmovilismo, pero que incluso siendo tan pernicioso ha sido mucho menos grave que un conflicto abierto por el poder.
Con algo de madurez y un poco más de altura que lo habitual el peronismo está jugando dentro de las reglas. Es un avance significativo, que sólo puede hacerse permanente si los ciudadanos empiezan a acostumbrarse y a exigirlo.
En sus etapas anteriores el kirchnerismo ya había hecho avances en el federalismo. Su reticencia a socializar la caja de los tributos puso a varios gobernadores en la senda de buscarle la vuelta solos a las necesidades de sus provincias, tal el caso de Córdoba.
Lo que queda tras esto es mejorar la representación, que solamente puede hacerse si se aumenta la rendición de cuentas que se le exige a los que acceden a los cargos. Tal vez eso se pueda conseguir si se evita caer en la trampa de la socialización de los fracasos que el peronismo trata de imponer sistemáticamente desde el poder cada vez que sus planes (o sus gobiernos por la falta de éstos) fallan estrepitosamente.
No todo ha sido tan malo en este cuarto periodo del kirchnerismo, que ahora entra en una nueva fase, la «renovadora» (por ser la del Frente Renovador, aunque los nombres sean todos figuritas repetidas). Aunque por un lado están erosionando el poder del Estado (especialmente con su horrible política de seguridad), por el otro le están haciendo el «crash test» más exigente posible a un texto constitucional que, con leves modificaciones, tiene casi 170 años desde que se redactó.
No es poca cosa para un gobierno que no ha hecho tan poco.