El debate de zombis conceptuales que ayuda a Alberto

Si Fernández puede ser reconvenido sobre que no acertó en ninguna de sus medidas de gobierno, Cristina debería serlo porque sigue sin aprender nada, pese a todas las posibilidades que tuvo. En otras palabras: mejor que Alberto continúe a los tumbos antes de que ella regrese a la Casa Rosada con su actual combo de ideas.

Por Pablo Esteban Dávila

En el culebrón que protagonizan Cristina y Alberto pasa de todo. Cartas abiertas, amenazas, riesgo de cogobierno y vetos de todo tipo. El escenario de la novela es un país al borde del colapso, con un presidente cada vez con menos poder y sin ningún margen para corregir el rumbo. No existen muchos motivos para el optimismo.

Hay muchas señales que indican que la gestión del presidente está agotada y que corre por una vía muerta. No es una exageración. Para colmo, Alberto se empecina en meter un poco más la pata día cada vez que puede. Como anécdota, basta recordar su reciente confusión entre garganta profunda (una emblemática película porno) y garganta poderosa, el nickname de uno de los piqueteros oficialistas. El presidente es pasto de los memes en la misma proporción que pierde autoridad por furcios como estos.

Sin embargo, se sostiene en su puesto. En otras épocas, un liderazgo tan vilipendiado y pusilánime no habría durado tanto. Debe agradecerse a la madurez cívica de la Argentina el hecho de que el orden institucional, aunque maltrecho, se mantenga en sus carriles. Y, también, a que la posibilidad de su reemplazo por la vicepresidenta sea percibida como pasar de Guatemala a Guatepeor.

Si Fernández puede ser reconvenido sobre que no acertó en ninguna de sus medidas de gobierno, Cristina debería serlo porque sigue sin aprender nada, pese a todas las posibilidades que tuvo. En otras palabras: mejor que Alberto continúe a los tumbos antes de que ella regrese a la Casa Rosada con su actual combo de ideas.

No es necesario rasgarse las vestiduras sobre el asunto, simplemente porque la precariedad conceptual de la vicepresidenta está a la vista. En una de sus recientes intervenciones públicas, por ejemplo, embistió contra el “festival de importaciones” que, en su visión, la desidia del gobierno estaría permitiendo, lo cual daría lugar a una inaceptable pérdida de divisas del Banco Central.

Escuchar tal cosa de parte de una de las máximas autoridades del Estrado es lacerante. En una economía de mercado, las importaciones deberían ser una consecuencia del libre juego de la oferta y de la demanda, como cualquier transacción. Y, si la expresión “mercado” no es del completo agrado de algunos, por lo menos tendría reconocerse que en un mundo interdependiente es tan inevitable exportar como importar bienes y servicios.

La Argentina, en este sentido, se encuentra viviendo un momento excepcional, porque los precios de los productos agropecuarios están por las nubes a consecuencia de guerra en Ucrania. Es decir que, exportando más o menos los mismos volúmenes de años anteriores, el flujo de dólares que ingresa al país es récord absoluto. Esto determina que, a pesar del rumbo errático impuesto por el ministro Martín Guzmán, la economía se encuentre con algunos sectores en expansión, impulsando de tal manera la demanda de divisas para importar insumos destinados a la manufactura nacional.

También ayuda a este fenómeno la elevada tasa de inflación. Como nadie quiere pesos que nada valen la gente intenta comprar cosas hechas con dólares, tales como autos o electrodomésticos, un comportamiento colectivo que también exacerba las importaciones. Y, aún ninguna de estas extravagancias existiese, no sería desatinado reconocer que el hecho de importar es una de las condiciones indispensables para producir y vivir mejor, pues de eso se trata el arte de gobernar.

Además, Cristina debería recordar que ella es corresponsable del festival que ella condena. Debido a las lamentables políticas energéticas de sus dos gobiernos y el de su esposo, la Argentina perdió el autoabastecimiento logrado en los ’90 y se convirtió en un importador de gas pese a tener una de las mayores reservas gasíferas del planeta. Alberto, que incluso profundizó este déficit, debe pagar colosales facturas en dólares a Bolivia y a los barcos metaneros para que inyecten el gas que falta en los gasoductos argentinos, de los que también se adolecen. Es decir, la vicepresidenta se lamenta de las consecuencias de una de las iniciativas que más defiende, tales como son los subsidios a la energía.

Este razonamiento esquizoide se aplica, asimismo, a sus convicciones políticas. En la misma filípica en la que se lamentó del actual ritmo de las importaciones cargó también contra los planes sociales manejados por las agrupaciones piqueteras. Dijo, a grandes rasgos, que deberían ser administrados por el Estado y, más específicamente, por los intendentes.

Nada podría decirse en contra de esta posición, excepto porque fue ella misma quien les sacó los planes a los intendentes en su primer gobierno para dárselos a los piqueteros. Lo hizo porque, desconfiada como lo fue siempre del peronismo tradicional, prefería incrementar sus apoyos izquierdistas antes que criar cuervos con fondos que consideraba propios. Ahora que los líderes sociales gustan de mostrarse como los condotieros de Alberto (a condición de que no les saquen la caja) Cristina descubre esta suerte de privatización de facto de la pobreza.

Estas son anomalías ideológicas, cuando no liso y llano cinismo, y constituyen apenas algunas de las múltiples hipocresías que jalonan el discurso de Cristina. Dejan claro, en todo caso, que el presidente sigue siendo el menor de los males en una Argentina que presencia impávida este debate de zombis conceptuales. A estas alturas de su gestión, Alberto tiene que continuar agradeciendo a su vice que lo haya puesto en el lugar en donde se encuentra y, paradójicamente, que lo siga ayudando a permanecer donde está con sus intempestivas declaraciones.