J.C. Maraddón
Uno de los problemas más frecuentes entre los músicos que se convierten en estrellas es el difícil proceso que deben atravesar, al ir desde el anonimato a la fama. Muchos de ellos no consiguen aterrizar sin problemas en esa nueva condición y sufren trastornos que en ciertos casos han sido fatales. Las adicciones, la conducta violenta y la imposibilidad de concentrarse en su carrera han sido algunas de las consecuencias que han sufrido estas jóvenes figuras, acosadas por un fanatismo masivo, por el asedio periodístico y por las exigencias de una agenda de trabajo que casi no admite tiempo para el ocio.
Por supuesto, llega un momento en que esta situación se vuelve rutinaria y es entonces cuando la pérdida de intimidad o los viajes permanentes de ciudad en ciudad se incorporan como propios de la profesión que han elegido y en la cual han logrado destacarse. Pero antes de alcanzar ese punto de maduración, si es que finalmente pueden arribar allí, se pone a prueba la fortaleza de su personalidad, de su físico y de su vocación artística, ante un nivel extremo de dedicación que los saca de lo que había sido antes su existencia, para exponerlos a un desafío supremo.
Como en tantos otros aspectos de la cultura moderna, también los Beatles dejaron asentado un modelo de comportamiento frente a estos procesos de entronización de los ídolos que ensayó la sociedad en la segunda mitad del siglo veinte. El suceso global que obtuvieron a partir de 1964, elevó sobre la cresta de la ola a esos muchachitos de clase obrera de Liverpool, quienes tuvieron que aprender sobre la marcha cómo manejarse con esa fiebre que desataban en el público con su música. La canción “Help”, escrita por John Lennon en 1965, describe las inseguridades que padecían en esa etapa de consagración plena.
Luego de gozar en un principio con el reconocimiento de la gente a su talento, vino el lógico hartazgo por ese carácter de celebridades que no les daba descanso. Surgió la necesidad de aislarse como una especie de sueño imposible, y de encontrar la paz interior a través de la sabiduría oriental o de la experimentación con drogas psicodélicas. Dejaron de tocar en vivo y se permitieron desarrollar actividades creativas fuera del grupo, pero tampoco eso tranquilizó los ánimos. La separación fue el epílogo natural de una vivencia única que con los años iba a producir réplicas a menor escala.
Luego de completar seis décadas en ese sitial de privilegio que tantos inconvenientes acarrea, Paul McCartney ha asumido su posición de deidad pagana con una entereza admirable, sin impedir que aflore su esencia humana cada vez que sea necesario. Puede tomar decisiones equivocadas, emitir declaraciones que generen controversias, transparentar que es un multimillonario y bromear como siempre lo hizo desde que actuaba en el sótano del Cavern. Nada de eso le restará envergadura a su estrellato. Más bien por lo contrario, agigantará sus virtudes como compositor e intérprete, las mismas que sacudieron la historia contemporánea.
El próximo sábado, Paul cumplirá 80 años, de los que gran parte la pasó sobre los escenarios, de cara a una audiencia que lo veneraba. Esa popularidad que alguna vez fue poco menos que indigerible para su mente pueblerina, es hoy un componente inseparable de su actual jerarquía como ciudadano de mundo, que emplea igual soltura para comunicarse con la realeza británica y con un carnicero de Alta Gracia. Él es uno de los jóvenes longevos que exhibe el rock como sobrevivientes de una experiencia desmesurada, de la que no son tantos los que han conseguido emerger con la frente en alto.