Tratando de salvar el barco

La deriva del gobierno hace que uno se pregunte si vale la pena seguir manteniendo el barco a flote.

Por Javier Boher
javiboher@gmail.com

En este tiempo de incertidumbre general hay apenas un puñado de certezas. Primero, que no importa cuánto pensemos que hemos caído, siempre se puede caer aún más. Segundo, no importa cuánto necesitemos que los políticos hagan bien su trabajo, siempre van a encontrar la forma de hacerlo incluso peor que lo habitual.

Ya no se trata solamente del dato de inflación que se conoció ayer, sino de un escenario mucho más completo, en el que prácticamente en cada dimensión de la vida de las personas es casi imposible encontrar algo de relativo bienestar. Seguro, hay algunos que la pasan mejor que otros, pero en cada estrato de la sociedad ha habido transformaciones en los consumos o en las prácticas sociales.

Fue hace apenas un mes cuando Roberto Arias, funcionario del Ministerio de Economía, dijo que existe un bienestar que no se nota, que la gente no alcanza a percibir la recuperación económica del empleo que crece y la pobreza que se reduce. Pasó rápidamente al olvido, quizás porque las preocupaciones que tiene la gente son un poco más acuciantes.

La inflación del último mes se situó en 5,1%, aunque la gente ya parece no reparar en ello. Se queja de los precios, pero entiende que está todo roto y que debe predisponerse a gastar cada vez más. Algunos números, sin embargo, son alarmantes.

Según el IPCVA, la carne ha aumentado alrededor del 58% interanual, pero si nos vamos a mayo de 2020 vemos que el kilo de costilla estaba a más o menos $400, mientras hoy está a alrededor de $1100. Eso es 2,75 veces más en apenas dos años. ¿Alguien pudo ver que su sueldo aumente en esa proporción? Probablemente nadie.

El desplome de las criptomonedas y los bonos argentinos le suma presión a la imposibilidad de ahorrar. Para el tipo que trabaja 44 horas semanales (siempre es bueno recordar que los que tienen esa posibilidad son los menos en un mercado laboral de creciente informalidad y sueldos bajos) no es tan fácil ponerse a pensar en qué inversiones puede hacer para evitar que ese tiempo que le dedicó al trabajo pueda guardarse de un mes a otro. Nunca hay que olvidarse de que las cosas no cuestan plata, sino que cuestan el tiempo que tuvimos que dedicarle al trabajo para poder ganar esa plata.

La inseguridad, por ejemplo, es otro de los temas que preocupa a la gente. Todo el tiempo se ven noticias -o se escucha de gente cercana o se vive en carne propia- sobre robos, golpizas, entraderas y demás. Ya casi no sobreviven canillas de bronce en las calles, las placas y los timbres también son arrancados, se roban cubiertas de autos (porque no se consiguen o cuestan una fortuna), motos, bicicletas y cualquier cosa que haya quedado más o menos descuidada.

A partir de ciertas horas ya no se puede salir a la calle. Hace apenas unas semanas, por una distracción producto de una espera de 45 minutos en la parada, me tomé mal un colectivo. Terminé en una zona marginal del noroeste de la ciudad, casi a medianoche. En cada parada se repetía lo mismo: hay que buscar a los que se bajan para que no los asalten. En algunas paradas había grupos de cinco o seis personas drogándose que manoseaban a la gente que se bajaba o que le decía groserías.

Cuando terminó el recorrido y el chofer me pidió amablemente que me bajara me quedé esperando en la parada. Pude ver cómo se prendían las luces y salía la gente de las casas cuando alguien volvía a su hogar en auto. Todos alerta para evitar una entradera. Quizás ese sea el bienestar que no se nota, el ejercicio cardíaco de sentir que en cualquier momento te ponen una pistola en la cabeza y te roban lo poco que ganaste trabajando.

Ayer veía un intercambio increíble en Twitter. Un tipo se quejaba de que se había fundido tratando de emprender mientras un pretendido académico y coniceteano le decía que había podido tener abierta su empresa por 25 años porque las leyes laborales no son un problema. Cerraba, finalmente, diciéndole que él, como empleador, era el parásito que siempre había vivido del esfuerzo de los otros. Esa es la mentalidad de la clase dirigente actual, marxistas para señalar al privado, pero bien capitalistas para cobrar jugosos sueldos poniéndose al servicio del Estado.

Si volvemos a las dos premisas que abren la nota, seguramente podamos estar -en no mucho tiempo más- peor que ahora, lo que se alimentará, a su vez, por la impericia abrumadora de la clase política. La pregunta, entonces, es qué se gana tratando de mantener a flote un barco que se hunde. ¿Qué gana toda la gente que intenta que el barco no se vaya a pique?¿salvar al capitán que pidió acelerar contra el iceberg?¿a los marineros que están tomando té en lugar de ayudar a sacar el agua?.

No se trata de ponerse incendiario, sino de pensar en qué es lo que decodifican los tomadores de decisiones a partir de esta realidad que vive la gente. La semana pasada salió una nota en un diario en la que se comparaban los salarios promedio del sector privado frente a los del sector público. Casi no había empleados públicos (en nación, aunque bien vale para la municipalidad de Córdoba) que cobrasen menos de $100.000. Por el otro lado, en el sector privado la mayoría cobra por debajo de ese número tan redondo. A esa desigualdad no la mide el Coeficiente de Gini del que tanto habla el progresismo.

Los próximos meses probablemente sean más duros todavía. Cualquiera con el ojo entrenado puede ver cómo han explotado las ferias de productos usados, los clubes de trueque o los paseos de artesanos. La gente no tiene plata y sobrevive como puede, remando para que el barco no se hunda, aunque nadie sepa muy bien cuál es finalmente el rumbo.