Por Pablo Esteban Dávila
En la edición de Alfil del 17 de marzo de 2021 escribíamos: “Atención kirchneristas: el lawfare no es sólo de la derecha, de los poderes concentrados y de los medios hegemónicos. También el populismo latinoamericano de izquierda está dispuesto a utilizarlo, aunque con métodos mucho menos sutiles. Hay que revisar la biblioteca”. Aquella columna daba cuenta de la detención de la expresidenta boliviana Jeanine Áñez bajo cargo de bajo cargos de sedición, conspiración y terrorismo a raíz de una causa iniciada por un supuesto golpe instigado por ella en contra de Evo Morales. Algo más de un año y medio después, la justicia del vecino país acaba de condenarla a diez años de prisión.
Aun a la distancia es difícil entender la condena dispuesta por el Tribunal Primero de Sentencia de La Paz. La señora Áñez se hizo cargo de la presidencia de Bolivia a raíz de la vacancia producida en el Poder Ejecutivo por la renuncia de Morales, su vicepresidente, el presidente del Senado y el de la Cámara de Diputados, todos dirigentes de extrema confianza del líder cocalero. Ella se encontraba en la línea de sucesión y, por lo tanto, hizo lo que debía hacer. El propio Tribunal Constitucional, la máxima instancia judicial del país del altiplano e integrado por jueces afectos al propio Morales, avaló en su hora su designación.
Vale recordar que el señor Morales renunció a su cargo voluntariamente en el marco de multitudinarias protestas tras haber protagonizado había protagonizado elecciones tildadas de fraudulentas por parte de la OEA, a las que se había presentado violando la propia Constitución (sancionada por él mismo a su conveniencia) y sólo autorizado por un polémico fallo del máximo tribunal de justicia. Con la perspectiva que da el paso tiempo, es un hecho que Áñez se encontró con la presidencia casi por casualidad y solo porque los capitanes del oficialista Movimiento al Socialismo (MAS) abandonaron en masa un barco que se escoraba. En rigor, debe decirse que lo suyo fue un servicio al Estrado Plurinacional de Bolivia antes que una usurpación.
Sin embargo, Morales y los suyos necesitaban contar una historia alternativa a los hechos que precipitaron a la renuncia, algo así como la post verdad impulsada por Donald Trump. En lugar de reconocer que huyeron del poder por haber desatado fuerzas que no pudieron controlar, prefieren asegurar que fueron víctimas de un golpe urdido por Áñez y la derecha, ese monstruo
terrible que amenaza en forma deletérea a todos los populismos del subcontinente. Y, para que el asunto fuera más creíble, necesitaban que un tribunal, de los muchos que controla el MAS, hiciera sus deberes, tal como acaba de ocurrir.
Es obvio que todo se ha tratado de una farsa. La expresidenta lideró un gobierno transitorio, mas no por ello menos legal. Respetó el compromiso que hizo público al asumir la primera magistratura, esto es, de llamar a elecciones tan pronto la situación política se hubiera estabilizado. Esto es precisamente lo que hizo y, el 8 de noviembre de 2020, el candidato vicario de Morales, el economista Luis Arce, ingresó al Palacio Quemado como el nuevo mandatario constitucional tras haber recibido los atributos del mando a manos de Áñez.
Además, no se entiende que golpe quiso urdir. Porque si lo hubiera hecho habría puesto más empeño en permanecer en el poder, ella y toda la supuesta derecha reaccionaria que nominalmente la respaldaba. Pero Áñez no movió un dedo para que ello ocurriera. No se perpetuó en el cargo ni generó alianzas con los militares o la policía para reprimir eventuales revueltas ni para consolidarse a fuerza de palos y gases lacrimógenos. Tampoco existieron multitudinarias puebladas exigiendo que cesara en sus funciones. Lo suyo fue una transición bastante ejemplar, que debería ser aplaudida en lugar de censurada. Los hechos dicen precisamente esto.
Pero la izquierda latinoamericana necesita de la epopeya para subsistir. Evo, el infalible presidente indígena, no podía ser evocado actuando el triste papel de desertor, ni mandando mensajes por WhatsApp malamente camuflado debajo de un colchón en una ubicación secreta, una extraña imagen que él mismo hizo pública. Tampoco le agrada que se le recuerde que el avión que envió el presidente mexicano para rescatarlo no fue ni interceptado ni molestado por la presidenta Áñez y que su exilio le fue facilitado en todo lo posible por los supuestos golpistas. Nada de esto le conviene porque lo muestran débil y dubitativo, todo lo opuesto de un dirigente que ha encarnado una auténtica revolución indígena. Para exorcizar todos aquellos miedos nada mejor que un fallo a su medida, enviando a la cárcel a una mujer que solo cumplió un alto deber político.
Desde Buenos Aires, por supuesto, la Casa Rosada no ha formulado ningún comentario frente a este atropello, ni tampoco lo hará. Alberto Fernández prefiere pasear por los Estados Unidos oficiando de abogado de las dictaduras cubana, nicaragüense y venezolana antes de protestar por esta auténtica presa política. Desde finales de 2019 el gobierno argentino ha optado sistemáticamente por los líderes más autoritarios y antidemocráticos del planeta, incluido Vladimir Putin, y no parece posible que de un golpe de timón en la materia. No en vano el presidente dio asilo político a Morales permitiéndole que militara ostensiblemente en contra de la presidencia Áñez desde su santuario argentino, violando las más elementales reglas de este sabio
instituto. No se puede pretender que ahora Fernández simpatice con la exmandataria, víctima de una condena tan ilegal como abusiva.
Afortunadamente, algunos expresidentes de la región, nucleados en IDEA (Iniciativa Democrática de España y las Américas) han salido a cuestionar el fallo. Entre ellos, Mauricio Macri, Sebastián Piñera y Julio María Sanguinetti, también con el apoyo del mexicano Felipe Calderón y del español José María Aznar, entre otros. Pero claro, todos son de “derecha”, como si este atributo relativizara los hechos. Ningún progresista latinoamericano los ha imitado, como si los presos políticos solo pudieran ser víctimas de un régimen reaccionario y no de uno supuestamente popular.
El doble rasero del progresismo siempre causará estupefacción y, con ella, la erosión de sus declamados altos ideales. Si, en adelante, los derechos humanos solo podrán ser argumentados con credibilidad exclusivamente por los cultores de aquel dogma, pues habrá que reescribir las constituciones y los tratados internacionales, diciendo explícitamente que todos los derechos y garantías valen exclusivamente para quienes sean bendecidos por ellos. El resto deberá abstenerse de invocarlos, más aún si se atreven a sostener la democracia liberal y la economía de mercado como sus postulados de acción.