Dos décadas de destruir la idea del Plan Jefes

La marcha piquetera de ayer coincide con las dos décadas desde el lanzamiento del Plan Jefas y Jefes de Hogar, el primer instrumento de ayuda social que dejó la crisis de 2001.

Por Javier Boher
Ayer la ciudad fue un caos por la marcha de organizaciones sociales que reclamaban plata para hacer política. Pueden algunos hacerse los zonzos respecto a eso, argumentando que quieren generar trabajo, inclusión y oportunidades, aunque en última instancia siempre se trata de cómo se va a pagar la movilización de personas a actos y elecciones.
Navegando en las profundidades de internet, buscando ya no recuerdo qué cosa, me topé de casualidad con el decreto que establecía la creación del Plan Jefes y Jefas de Hogar, una estrategia definida por el gobierno de Eduardo Duhalde para enfrentar las consecuencias de la salida de la convertibilidad. Recorriendo su articulado quedé sorprendido por todo lo que fue el retroceso y la distorsión de una idea tras dos décadas de planteado.
A las cosas hay que ponerlas en su contexto. La década del ’90 había generado un complejo y brutal proceso de desigualdad, con pobreza creciente y abandono estatal de los que se caían del sistema. La solidaridad social brotó fuertemente después de que Dé la Rúa abandonó el gobierno, por lo que no hubo resistencia a dos de las decisiones tomadas por Duhalde que serían pervertidas por el kirchnerismo. En medio de una ola de solidaridad social y rechazo a la clase política nadie veía con malos ojos el establecimiento de planes sociales ni la imposición de retenciones.
El decreto para reglamentar el Plan Jefes y Jefas de Hogar se publicó hace exactamente veinte años, es decir que hay chicos nacidos entonces que probablemente hayan alcanzado su mayoría de edad habiendo tenido siempre un aporte estatal como ingreso extra. Ese Estado Presente que le gusta exhibir al kirchnerismo es el Estado Ineficiente que fue incapaz de generar las condiciones para que esa ayuda en una situación extrema no se naturalice. Hoy, que otra vez es necesaria, no hay recursos ni apoyo popular para sostenerla. A su vez no se podía acumular con otro beneficio, a diferencia de lo que ocurre hoy.
El Plan estaba destinado a mayores de edad con hijos menores, alentando la concurrencia escolar y los controles de salud, el argumento que se usó posteriormente para aprobar la Asignación Universal por Hijo.
Además los beneficiarios debían realizar una contraprestación de utilidad social o comunitaria, trabajando entre cuatro y seis horas diarias. Quienes debían regular esto eran, a su vez, los municipios, que tenían la obligación de registrar y controlar el cumplimiento, so pena de extinción del beneficio.
El cobro del beneficio debía hacerse de manera directa e individual, no a través de los gerentes de la pobreza que hoy los gestionan y direccionan a su antojo. El beneficiario debía recibir, además, un comprobante de dicho pago.
El decreto proponía, además, la capacitación de los beneficiarios. El Plan podía usarse para terminar los estudios obligatorios, algo para lo que hoy existe el plan Egresar, o para formación específica, con el Progresar.
Todavía recuerdo que en los años de estudiar en la universidad nos tocó analizar este plan en el marco de la materia Análisis de Políticas Públicas. Corría el año 2009, ya habían pasado el mandato de Néstor Kirchner, su pelea con Duhalde, las elecciones en las que ganó Cristina Fernández y la crisis del campo. Todavía no era el festival de planes y subsidios posterior; la plata todavía sobraba, aunque a futuro iba a escasear, como ocurre recurrentemente en la historia de la humanidad: la escasez es la norma, lo que nos obliga a prepararnos como la hormiga de la fábula.
A la hora de analizar los textos de los ministerios involucrados en la gestión del plan un dato saltaba rápidamente a la vista: todos celebraban que se ampliara la cobertura de los mismos. A los ojos de los burócratas el Estado estaba haciendo bien las cosas al existir más gente dependiente de la plata pública. Simplemente delirante.
La evolución del universo de planes marca que se convirtieron en uno de los grandes obstáculos para la normalización del país, una práctica patológica de financiamiento de los partidos políticos y un mecanismo de servidumbre antes que de dignificación. Toda la sociedad quedó atada a una dinámica clientelar de mala utilización de los recursos públicos, dilapidando dinero pero también aquella solidaridad social que les dio legitimidad en primera instancia.
El kirchnerismo logró, paradójicamente, que la reacción liberal e individualista supere en intensidad al convencimiento que existía en los ’90 respecto a la necesidad de suprimir parte del Estado y a que cada uno se salva solo. Ese probablemente terminará siendo su legado más fuerte, más allá de hablar con la E o cobrar sobreprecios ridículos por obras que no se hacen.
La extorsión que los grupos piqueteros hacen sufrir a toda la población que paga sus planes es injusta, a la vez que es similar a lo que hacen los adictos con sus familias para poder drogarse. Como todo, la responsabilidad no es exclusiva de los viciosos, sino también de los que los introdujeron en ese mundo.
Cada nueva marcha piquetera debe empujar a la reflexión sobre todo el daño que es capaz de hacer una clase política mezquina y mediocre, incapaz de entender los desafíos que trae un mundo en constante transformación, que entiende a la política como una forma de obtener un beneficio personal antes que como una forma de contribuir al desarrollo de ciudadanos autónomos. Por eso convirtieron una idea noble y necesaria en un fracaso estrepitoso.