Por Pablo Esteban Dávila
“Buenas noches… los estaba esperando”. Así comenzaba la presentación Narciso Ibáñez Menta del ciclo de cine de terror que emitía canal 13 los sábados a las 22.00 desde el 3 de noviembre de 1979. Su voz infundía miedo auténtico a la teleaudiencia que, rigurosamente, se congregaba para sufrir por dos horas frente a las pantallas de todo el país. El programa se llamaba Viaje a lo Inesperado y se emitió hasta mediados de 1980. Es considerado un mito argentino dentro del género.
La expresión viaje a lo inesperado remitía a la idea de que el terror podría filtrarse por hendijas no siempre aterradoras, una consecuencia de eventos perfectamente mundanos. Aunque todos los televidentes intuyeran que el miedo sería inevitable en algún momento de la película seleccionada, pues de eso se trataba el ciclo, la trama, generalmente, no comenzaba con efectos escabrosos o con un golpe a la sensibilidad de la audiencia. La sensación de que algo espantoso sucedería con el correr de los minutos era, invariablemente, uno de los puntos fuertes de sus proyecciones.
Aquel programa vintage posee algunas similitudes sorprendentes con el gobierno de Alberto Fernández. En sus comienzos el presidente prometía moderación y pragmatismo, un tributo necesario a la porción del electorado que, asaz refractaria de Cristina, apostó por él como una forma de zafar de Mauricio Macri sin precipitarse a los excesos del kirchnerismo. No obstante, las expectativas iniciales se transformaron en un auténtico tobogán de decepciones. Siempre que tuvo a oportunidad, Alberto se mostró más proclive a satisfacer las exigencias de su vicepresidenta que las esperanzas de quienes lo habían votado, en una verdadera peregrinación hacia donde no debería haber ido.
Esto fue así en casi todas las materias de su gestión, sin excepciones. Pero fue en los temas económicos en donde el rumbo se tornó en algo cercano al miedo. Esto era, hasta cierto punto, previsible. El presidente dijo descreer de los planes (un subterfugio lingüístico para evitar decir que no tenía ninguno), un déficit que la generó importantes daños a su imagen. Para peor, tal vacío fue llenada con las ideas, siempre equivocadas, dictadas desde el Instituto Patria. En economía, al igual que en la política alguien siempre ocupa el lugar que ha quedado vacante.
Uno de los dictados llegados desde el think tank de Cristina fue continuar con las recetas populistas que caracterizaron al matrimonio Kirchner a lo largo de sus mandatos. Pero una cosa es hacer populismo con plata y otra muy distinta es intentarlo sin cash. Fernández tuvo que enfrentarse a este último dilema. Prometer y dar es lindo, pero cuando no se tiene con que pagar la fiesta comienzan los problemas.
Y esta es la historia de Alberto. Es un populista sin carisma ni efectivo. Y, tal vez porque es fiel al principio que determina que billetera mata galán, se entregó en cuerpo y alma a imitar a sus valedores sin convencer ni a ellos ni al resto de los argentinos.
Mantener bajas las tarifas de los servicios públicos, continuar con el popurrí de planes sociales y mantener a los gobernadores afectos, especialmente al de Buenos Aires, requiere de financiamiento. Y, en un país con récord de presión tributaria y déficit fiscal, no hay otro camino que la emisión de dinero sin respaldo.
Pero esta es una vía muerta. El exceso de dinero genera inflación y esta destruye los bolsillos, lo cual impulsa a continuar emitiendo para compensar la pérdida en el poder adquisitivo. Es un perro que se muerde la cola. Llega un momento en el que, incluso los más heterodoxos, entran en pánico y recomiendan descubrir nuevos sectores para expoliar.
Y estos no son otros que inventar nuevos impuestos o inyectar anabólicos a los ya existentes, que es precisamente lo que ha intentado hacer Fernández, como si las casi 170 gabelas que padece la Argentina no fueran suficientes.
Pruebas al canto: el impuesto PAIS que grava al dólar, la retención de ganancias que también pesa sobre la divisa estadounidense (que en la gran mayoría de los casos no se reintegra) y el impuesto sobre las grandes fortunas son un ejemplo de este talante predatorio. Por si no quedara claro, el presidente insiste, cada vez que puede, en el aumento de las retenciones, una iniciativa de suerte cantada en el Congreso. Y ahora le toca el turno al impuesto sobre la renta inesperada.
Este disparate es un verdadero galimatías. Su hecho imponible se basa en que la guerra de agresión desatada por Rusia sobre Ucrania ha generado ganancias impensadas sobre ciertos sectores de la economía y que, por lo tanto, estas deben ser repartidas. Se pretende aplicarlo sobre empresas que hayan declarado más de mil millones de pesos de réditos en sus balances anuales, algo así como 10 millones de dólares, una auténtica limosna en términos internacionales. El presidente está tan jugado con el invento que lo presentó junto con su ministro de Economía en días pasados.
Afortunadamente es difícil que este tributo pase por el Congreso. En el Senado el oficialismo todavía tiene la mayoría simple, pero en Diputados es otra cosa. En cualquier caso, el pronóstico es incierto. ¿Vale la pena librar una batalla que no se sabe ganada? El sentido común diría que no, pero el Frente de Todos hace tiempo que ha perdido todo contacto con la racionalidad.
La renta inesperada es la culminación del viaje a lo inesperado iniciado en 2019, historias de miedo entregadas en capítulos por un gobierno que no sabe exactamente a donde va y, probablemente por ello, dispuesto a llevar a cabo los experimentos más truculentos. De Ibáñez Menta a Fernández, el género del terror, en este caso el económico, no descansa.