La persistencia de la libertad

El 25 de Mayo es el pico máximo de argentinidad, el momento en el que se celebra la libertad, un valor político central que se resiste a morir.

Por Javier Boher
javiboher@gmail.com

El 25 de Mayo es la festividad patria por excelencia. Si bien la independencia se formalizaría recién seis años después, la Revolución de mayo de 1810 era el primer paso para ese camino. Aunque todavía faltaban unos meses para que ese intento de gobernarse solos se convirtiera en algo más representativo (recién con la Junta Grande se incluiría la perspectiva del interior) al día de hoy lo vivimos como la verdadera fiesta de nacionalidad.

Cada acto escolar del 25 de Mayo nos remite a las mismas cosas. Tenemos las clásicas glosas de vendedores de velas, lecheros, vendedoras de pastelitos y demás figuras de aquella vida colonial. Tenemos representaciones de French y Beruti repartiendo escarapelas, otros tantos haciendo de miembros de la Primera Junta y el relleno de vecinos que quieren saber de qué se trata.

Algunos grados bailan el carnavalito (a mí me tocó en primer grado), otros una chacarera (me tocó en tercero) y algunos un gato (ya para ese entonces podía elegir no actuar). En algunos lugares sirven chocolate caliente y en otros sirven locro. Los padres y madres se esmeran con los disfraces, que incluso en la carencia se destacan por el compromiso.

Cada acto en una escuela moviliza a decenas o cientos de personas que aceptan unirse bajo una bandera, reconociendo los mismos valores que convierten a este suelo de realidades diversas y complejas en una nación que se percibe a sí misma como un pueblo orgulloso de sus particularidades. El celeste y blanco inunda los pasillos y los patios, y aunque no todos se pongan la escarapela, esos colores patrios están dentro de los que disfrutan pintarle la cara con corcho al hijo que va a actuar de candombero (aunque la progresía se enoje por ello como lo hizo con los negros de los caramelos o la harina).

Escuchaba en la radio al conductor del programa de la siesta en la FM Córdoba cuando decía que se emociona cada vez que escucha el himno y que no lo puede evitar. Seguramente eso no es una cuestión de nacionalismo berreta, sino la misma sensación que nos inunda a algunos cuando escuchamos esas estrofas en el acto (sea la versión original, la de Charly García, la de Los Calzones, la de La Mona, la de Jairo o la norteña que usan ahora en la escuela). Es la sensación de que formamos parte de algo más grande que nosotros, algo que no se puede apropiar por nadie (especialmente por ningún político).

Con el mencionado locutor compartí (además del nombre de pila) ese optimismo permanente de pensar que vale la pena preocuparse por el futuro, por esa entidad imaginaria que tantos dicen representar. A cada partido le encanta reinterpretar el pasado y vender su postura como la única válida para lo que vendrá, aunque hacia adelante sigan teniendo que convivir con todos los que no piensan como ellos.

Algo que me llamó la atención en el acto de la escuela de mis hijos. Aunque presente como un significante vacío, la libertad que se estaba celebrando era la protagonista de la jornada. Adornando el fondo del escenario, sobre una pared que debe llevar años sin pintar, algunas formas alegóricas estaban enmarcadas en la famosa frase de Belgrano: “la vida es nada si la libertad se pierde”.

Quizás sea solo una cita propia de la fecha, un recorte de las revistas que desde hace años marcan la agenda de las maestras de grado. Pero sigue estando ahí, guiando el acto, la reflexión de que la libertad es un valor supremo, un valor que debe ser celebrado con más ahínco que la independencia.

Después de que me dieron un souvenir hecho con una tapita de cerveza y un cartón con la misma frase del escenario me resultó inevitable pensar en que el espíritu liberal bajo el que se organizó este país sigue vivo, latiendo por entre todos los argentinos. No importa cuánto se hayan esforzado los distintos populismos por eliminarlo o por apropiárselo, sigue siendo un patrimonio de una sociedad que valora su libertad.

Uno de los aciertos menos valorados de los tiempos de la organización nacional es lo difícil que es plantear una reforma constitucional. Esos dos tercios del total de miembros de cada cámara son la ultima barrera de defensa de una serie de valores que tienen el potencial de devolverle al país motivos para creer y herramientas para crecer. Solamente un cambio radical en la sociedad, que permita un acuerdo entre distintas fuerzas políticas, podría habilitar que se modifique el texto constitucional.

Tal vez por eso, por esa persistencia de ese cuerpo liberal de un siglo y medio de historia, es que todavía vale la pena creer en lo que le espera por delante al país. Es la convicción de que hay instrumentos para resistir los embates de los que odian la división de poderes y los derechos civiles o políticos de las personas.

Es la certeza de que la Argentina es un país complejo, pero en el que el corazón liberal de los fundadores de la patria sigue latiendo en cada acto patrio en el que madres y padres sienten orgullo de que sus hijos representen a Saavedra, Castelli o cualquiera de los próceres de mayo.

No hay dudas de que aquella clase dirigente dista de la actual, más preocupada por pequeñeces y mediocridades que por entregarle a su pueblo la libertad de elegir de qué manera quiere vivir su vida. Sin embargo eso no nos puede privar de seguir creyendo que el futuro no se puede construir sin pensar en aquellos cimientos que se plantaron en el pasado.

El 25 de Mayo siempre es un momento para reflexionar sobre la actualidad del país y los desatinos de su clase dirigente, pero también para saber de qué manera la gente les exige que hagan bien sus tareas. Es lindo pensar que ese momento del acto en el que el pueblo pide saber de qué se trata sigue vivo entre la gente que en algún momento le va a exigir a sus políticos que rindan cuentas.