J.C. Maraddón
Durante los años cincuenta, la ciudad de Córdoba comenzaba a experimentar una expansión que iba a sacarla de esa modorra de aldea colonial que la agobiaba, para encaminarla hacia un destino de metrópolis moderna, en la que se combinaban su matriz universitaria con la pujanza de un polo industrial en pleno desarrollo. Eso que empezó a insinuarse en la mitad del siglo veinte, se consolidó en la década del sesenta, cuando el paisaje cordobés se pobló de estudiantes que llegaban aquí para cursar sus estudios superiores y de operarios que venían a trabajar a las flamantes fábricas de automóviles.
Este panorama dio origen a una efervescencia cultural que se manifestó tanto en las artes tradicionales como en las vanguardias, mientras que la bohemia que antes se recluía en zonas marginales, llegaba al centro y daba lugar al surgimiento de fenómenos como el de los humoristas y las peñas. En un periodo muy corto, esa tímida capital provinciana cobró una apariencia cosmopolita, con grandes marcas internacionales que desembarcaban para establecerse entre nosotros, junto a directivos y personal jerárquico extranjeros, a la vez que inmigrantes de países vecinos ingresaban en los claustros de la UNC, cuyo prestigio trascendía las fronteras.
Era una época en que, más allá de las problemáticas que afectaban la vida cotidiana de los ciudadanos, las expectativas hacia el futuro eran enormes, cimentadas en avances tecnológicos y en una economía en expansión que se reflejaba en permanentes inversiones productivas. El mundo soñaba con grandes logros universales que se perfilaban en el horizonte de un tercer milenio al que se percibía como muy lejano, pero jamás apocalíptico. Las utopías aún estaban intactas y, tras la pesadilla de la Segunda Guerra Mundial, se creía que el planeta nunca más iba a vivir una hecatombe semejante y que todo iba a mejorar.
La televisión, un medio recién incorporado a los hábitos de los cordobeses en esa instancia, acompañaba los cambios que se estaban verificando y empujaba aún más ese espíritu optimista que envolvía al planeta. Un prodigio como ese, que insertaba en todos los hogares las imágenes emitidas por los canales, era un símbolo del progreso incontenible, y despertaba la curiosidad de la población, que se aglutinaba frente a las pantallas, propias o ajenas, para seguir esas primeras transmisiones que hoy parecen muy precarias, pero que en ese momento obraban efectos milagrosos ante los que el público no podía menos que deslumbrarse.
Los 60 años celebrados por Canal 10 la semana pasada, que han promovido una revisión del enorme aporte que ha realizado esa señal universitaria a lo largo de estas seis décadas, ponen de relieve la magnitud de los saltos acometidos por la sociedad cordobesa, de la que la TV ha funcionado como espejo. En simultáneo con el recuerdo de los ciclos y de los conductores y técnicos que pasaron por esa pantalla, se pudo apreciar la evolución de una urbe y de una provincia que han perdido la inocencia, pero que procuran conservar intactas las esperanzas de un mañana un poco más alentador.
Rebobinar la cinta y retroceder hasta aquel lejano 1962, cuando los tranvías abandonaban las calles y las dejaban a solas con taxis y colectivos, ofrece una magnífica oportunidad para observar el camino recorrido y evaluar lo que hemos perdido y lo que hemos ganado en todo este tiempo. Ahora que la televisión disputa con otros soportes la primacía entre las preferencias del público, no debemos olvidar cuánto ha influido en nuestra vida el brillo de ese aparato que nos hipnotizaba con su programación, donde encontramos un entretenimiento que en ese entonces se nos presentaba como insuperable.