Otro Fernández pone a Llaryora entre la espada y la pared

Los subsidios disimulan un problema de fondo, que no es otro que el sistema de transporte en sí mismo. No es un secreto para nadie que está quebrado y que no tiene perspectivas de remontar la cuesta. Desde 2002 hasta la fecha ha sido necesaria una participación cada vez mayor sector público para mantener el servicio a flote, sin que esto haya significado un salto cualitativo ni mucho menos.

Por Pablo Esteban Dávila

Martín Llaryora y Roberto Fernández

Roberto Fernández, el secretario general de la UTA a nivel nacional, ya dejó claro lo que quiere: o el resto del país concede aumentos del 50% a los choferes del transporte urbano o habrá paro. Es un ultimátum. La paritaria cerrada para el Área Metropolitana de Buenos Aires es el parámetro que debe regir a la Argentina toda.

Fernández hace su negocio, y esto es comprensible. Pero atender el juego propio no significa que el planteo sea justo. O, lo que es peor, que sea posible de cumplir para las demás jurisdicciones en cuestión.

Es fácil advertir la situación. La UTA nacional concentra sus cañones, lógicamente, allí donde se concentra la mayor cantidad de sus afiliados, precisamente el AMBA. Aquella es la región en donde el transporte público -y también el agua, la luz y el gas- se encuentra fuertemente subsidiado por el tesoro nacional, es decir, por todos los argentinos, independientemente de donde residan.

Esto equivale a decir que las empresas que gestionan el de transporte urbano no tienen una real preocupación por los costos de prestación del servicio, simplemente porque, a fin de mes, reciben los cheques que les garantizan el flujo necesario de dinero, transporten o no pasajeros. Además, la tarifa que estos pagan por cada viaje es, a los ojos de un usuario promedio del interior, simplemente risible: entre $18 y $22 por tramo.

Frente a esta realidad, la paritaria entre empresarios y trabajadores es poco menos que un simple trámite. Puestas de acuerdo las partes en el porcentaje de incremento salarial solo tienen que darse vuelta y requerir al gobierno nacional que les envíe los subsidios necesarios para ser felices. Como generalmente nadie cuestiona este tipo de arreglos, el tema pasa rápido y sin mayores sobresaltos. Ni el presidente ni Martín Guzmán se detienen un instante a revisar lo que se negocia bajo los fundillos de sus pantalones.

Claro que la situación es muy diferente tierra adentro. Fuera de los límites del Gran Buenos Aires los subsidios constituyen un bien cada vez más escaso. La ciudad de Córdoba, quizá el símbolo mayor de las injusticias del mal llamado federalismo fiscal argentino es una de las que más padece las asimetrías de este orden de cosas.

Martín Llaryora es la principal víctima de las pretensiones de este otro señor Fernández, las que lo han colocado entre la espada y la pared. Aunque desde el punto de vista formal sea el sector empresario el responsable de culminar la negociación con los choferes, nadie se mueve a engaño sobre quien terminará poniendo el dinero sobre la mesa. Desde ERSA y Coniferal simplemente dirán que hace falta más tarifa o más plata del Estado para pagar el aumento, mientras que desde TAMSE solo se aguardará por el guiño del Palacio 6 de Julio sobre la materia. En definitiva, será el intendente el que deberá terminar de resolver el galimatías.

Claro que Llaryora, por mejor gestión que se encuentre llevando a cabo, tiene limitaciones muy precisas para ejecutar sus mejores intenciones. ¿De donde saldrían los fondos para el incremento que pretende la UTA? Aumentar el boleto es siempre una opción, aunque, al considerar que este ya cuesta casi sesenta pesos (el triple de la ciudad de Buenos Aires) la alternativa se vuelve menos atractiva. La otra posibilidad radica, como se ha vuelto una constante en todas partes, en derivar más recursos de rentas generales para auxiliar a las empresas prestatarias, pero esta práctica también tiene un límite. Los contribuyentes no siempre estarán felices de pagar por servicios que muchos no utilizan o que son decididamente malos.

Además, el problema encierra un dilema de fondo, que no es otro que el sistema de transporte en sí mismo. No es un secreto para nadie que está quebrado y que no tiene perspectivas de remontar la cuesta. La última vez que funcionó sin subsidios estatales fue durante la convertibilidad y, aun así, los quebrantos de empresas estuvieron a la orden del día. Desde 2002 hasta la fecha ha sido necesaria una participación cada vez mayor sector público para mantener el servicio a flote, sin que esto haya significado un salto cualitativo ni mucho menos.

En la actualidad -y esto es válido para cualquier jurisdicción- los tres niveles del Estado, nacional, provincial y municipal, concurren al salvataje todos los meses. Todo es un barril sin fondo y, con las pruebas a la vista, ninguno de los actores del drama está dispuesto a ofrendar alguna concesión al altar de la racionalidad. Para hacer del problema uno incluso más grave, la Casa Rosada se ha vuelto crecientemente mezquina a la hora de repartir fondos, privilegiando impunemente al distrito que todavía parece mostrar mayor afinidad al Frente de Todos.

Una respuesta de Llaryora, se supone que provisoria, ante tanta crisis ha sido el fortalecimiento de la TAMSE, aquel invento de Germán Kammerath para salvar al sistema del colapso en 2002. Por ahora, la empresa estatal luce consistente: coches nuevos, bien equipados y, aparentemente, pasajeros contentos. No obstante, subsiste la duda: ¿qué sucederá con la inevitable obsolescencia de aquellos de continuar mediando la actual coyuntura económica? ¿Volverá el municipio a comprar más unidades sin perspectiva de recuperar la inversión? ¿O se transformará, con el tiempo, en lo que fue durante las épocas de Luis Juez y Daniel Giacomino, esto es, en una máquina de ineficiencia y conflictos?

Como fuere, lo cierto es que el actual sistema está malherido. No puede funcionar sin subsidios y no hay margen para llevar el precio del boleto a un nivel de mercado. También existe una presunción de que los hábitos de viaje han cambiado mucho desde la pandemia y que es altamente probable que los niveles de pasajeros pre Covid no se recuperen en absoluto. Muchas veces da la impresión de que la intendencia trabaja solo para que la gente de la UTA tenga trabajo a despecho de lo que realmente desean los pasajeros.

¿No habrá llegado el momento de repensar el transporte público? No para anunciar alguno que otro subterráneo -la gran ilusión nonata de los urbanistas cordobeses- sino para diseñar un sistema que no dependa únicamente del colectivo urbano y que utilice a taxis, remises y a UBER como vectores de movilidad principales, reservando los medios masivos para avenidas principales y de alta densidad de tráfico. Algo hay que hacer, bajo el riesgo de quedarse enredados para siempre el rol de mendigo de fondos nacionales que no llegan y de las demandas que plantea, inflación mediante, la conducción nacional de lo choferes.