Por Pablo Esteban Dávila
En Argentina es común separar la libertades políticas y sociales de la libertad económica. Si, por ejemplo, el Estado le impusiera a un ciudadano la obligación de cambiar su voto en las elecciones, o proscribiera a determinado partido, las protestas masivas no tardarían en hacerse sentir. Lo mismo ocurriría si, hipotéticamente, el secretario de Culto obligara a profesar determinada religión en detrimento de la que cada uno hubiera adoptado o si el responsable de cultura exigiera privilegiar el folclore sobre el rap. Sin embargo, no hay mayores quejas cuando Roberto Feletti, el secretario de Comercio Interior, impone precios máximos a empresas privadas o exige retrotraerlos a determinada fecha.
Que se sepa, la libertad económica está consagrada en la Constitución Nacional y forma parte de los derechos que amparan a los argentinos sin distingos. Dentro de la ley, nadie está obligado a vender lo que no quiera o cobrar menos de lo que se le antoje por brindar sus bienes o servicios a los demás. Y, si se sancionan leyes que restringen tal garantía, los tribunales pueden declararlas inconstitucionales. Es la libertad, por lo tanto, la que preside el sistema económico consagrado en la carta magna desde 1853.
No obstante, y con pocos interregnos, los sucesivos gobiernos nacionales han hecho caso omiso a este principio. Dejando de lado lo sucedido en el pasado, desde 2003 en adelante se han multiplicado las restricciones a la actividad e iniciativa privadas mediante un cúmulo de regulaciones, prohibiciones y amenazas, que han afectado negativamente a la creación de empleo privado y la producción. El crónico déficit fiscal, para agravar este panorama, ha determinado constantes restricciones en el mercado cambiario, lo que atenta contra el desarrollo y previsibilidad del comercio exterior, inmanente al desarrollo de los negocios y la prosperidad de las naciones.
Nada tiene de casual, por consiguiente, la constante declinación económica que sufre el país. A medida que se restringen las libertades de comerciar, producir o los derechos de propiedad, menos empresas se animan a invertir. Y, sin inversión privada, no existe ninguna posibilidad de crecimiento.
Estas son lecciones que prácticamente nadie discute excepto en la Argentina, con los resultados a la vista. En los últimos 15 años ha sido un paradigma de estancamiento. Con la previsible excepción de Venezuela, todos sus vecinos han crecido ostensiblemente. Países pequeños, como Paraguay o Uruguay, son ejemplos de estabilidad macroeconómica y, a menudo, se han beneficiado de las delirantes políticas locales, tales como las retenciones a las exportaciones agropecuarias, una gabela casi sin equivalentes en ninguna parte del mundo.
En tal contexto, la inflación no es una maldición, tal como parece entenderla Alberto Fernández en clave bíblica, sino el resultado palpable de pensar que la libertad económica es un término de la ecuación general que puede ser soslayado sin consecuencias. Y, para empeorar la situación, el gobierno solo apela a cercenarla todavía más con la vana esperanza de detener la espiral de precios que mortifica a la población.
Feletti es el símbolo de este equívoco. Comisionado por el presidente para luchar contra ella se encuentra empreñado, como su lejano antecesor Guillermo Moreno, en combatir los síntomas antes que las causas del fenómeno. Así, enamorado de esta confusión conceptual, no duda en adoptar medidas autoritarias, fascistas, a la usanza de un auténtico Duce económico.
Esta no es una exageración. Repárese, simplemente, en la conferencia de prensa en la cual presentó el nuevo anexo de los Precios Cuidados. Allí, el responsable de Comercio Interior denunció que, a fines de la semana, pasada “hubo un ataque especulativo con un conjunto de precios alimenticios cuyas subas fueron inexplicables, fuera de cualquier tipo de pauta acordada con la Secretaría” y señaló a las 13 empresas que más incumplieron con los acuerdos de precios o con el abastecimiento de productos: Bodegas Chandon, CCU Argentina, Coca-Cola, Granix, Los 5 Hispanos, Prodea, Quilmes, Establecimiento Las Marías, Reckitt Benckiser, Mondelez, Molinos Río de la Plata y Mastellone.
Estas son expresiones desafortunadas, gravísimas, propias de un buchón antes que de un funcionario público. Porque, después de todo, ¿quién es Feletti para decirle a aquellas empresas, o a ninguna empresa, cuanto deben cobrar por lo que producen o con que volúmenes abastecer al mercado? Esto es violatorio de la Constitución y atenta contra la libertad económica, así como la censura lo hace con la libertad de prensa.
Si los agentes económicos, sean multinacionales o monotributistas, aumentan los precios es porque el propio Estado ha creado las condiciones para la inflación. Contrariamente a lo que el precario entendimiento del kirchnerismo pretende hacer creer, este no es un fenómeno “multicausal” -perífrasis para no tomar las medidas que hacen falta- sino uno de tipo monetario. Hay inflación porque existe un exceso de dinero que nadie quiere. Y esto ocurre porque el gobierno ha generado un colosal déficit en las cuentas públicas que necesita ser cubierto con emisión de billetes que, a medida que salen de la maquinita, pierden un poco más de su valor original.
¿Qué culpa de esto tienen las empresas? Porque, y aun concediendo verdad a las afirmaciones oficialistas sobre que son codiciosas o que cuyos dueños pretenden comprar cada vez más departamentos en Miami (sic), esto no genera inflación. Además, la codicia, en un sistema capitalista, no necesariamente es mala. Es cierto que puede llevar a conductas potencialmente inmorales, pero es uno de los motores de la innovación y del crecimiento. El afán de lucro es otro de sus nombres, un estímulo por el cual muchas personas están dispuestas a tomar riesgos, invirtiendo sus ahorros o capital en determinadas actividades.
Así las cosas, Feletti culpa de la inflación a agentes económicos que no son responsables en absoluto del asunto y, para empeorar las cosas, les quiere imponer como tienen que llevar adelante sus negocios, precios incluidos. Si esto no es fascismo, ¿el fascismo donde está? Vale recordar que aquella ideología, postulada por Benito Mussolini a mediados de los años veinte del siglo pasado, concebía una sociedad jerárquica y organizada desde el Estado, casi organicista, amparada por un líder fuerte que interpretaba las necesidades, en clave de epopeya, del pueblo. La libertad, dentro de tal urdimbre y cualquiera fuera su especie, era una molestia burguesa que entorpecía la eficiencia del conjunto, dilapidando esfuerzos colectivos en asuntos superfluos o no esenciales, al menos desde la perspectiva del poder.
Este es exactamente este el talante de nuestro Duce económico, imponiendo sus precios de burócrata a terceros y desafiándolos a mostrar sus costos para desnudar, de tal manera, sus ganancias supuestamente inmorales. No advierte que llevar adelante estas políticas autoritarias supone tanto demorar cínicamente la adopción de las decisiones para detener la inflación como profundizar la inviabilidad económica que padece la Argentina. Ha llegado la hora de decir, sin eufemismos, que el Estado debe dejar de meterse con la actividad privada, que hacerlo es propio de fascistas y que, además, es completamente inútil a los efectos de lograr los propósitos que se enarbolan como justos y altruistas.