Por Javier Boher
Si hay una ciencia o disciplina que le gusta a los que se sienten víctimas políticas de la historia es, justamente, la Historia. Convencidos de que los hechos han sido mal relatados, que su sufrimiento no ha sido debidamente documentado o que los malos y buenos no han sido acabadamente identificados, todo su empeño está en contarle al mundo cuál es la verdadera historia.
Por supuesto que tal cosa no existe. Tampoco el relativismo extremo. Lo que hay son hechos, que pueden tratar de ser explicados a partir de los ojos del investigador, que trata de descubrir vínculos entre la evidencia -muchas veces incompleta- para esbozar probables relaciones entre ellos. Cada historia es una historia, un relato, sobre cómo algunos eventos ocurridos hace más o menos tiempo tienen sentido para el que los intenta explicar.
Argentina vive dividida entre interpretaciones sobre su pasado. Como en un clásico de fútbol, todo evento parece tener dos bandos en pugna por imponer su visión al resto. No les alcanza con llevar esos matices al campo político y resolverlo incluso mediante el uso de la fuerza -algo que afortunadamente hoy nos parece lejano-. Se trata, también, de imponer una visión sesgada, incompleta, edulcorada, simplista, sobre los protagonistas de la historia.
Esa forma infantil de concebir la historia lleva a adoptar visiones incompletas como una verdad absoluta. Son dogmas de fe, dogmas que algunas personas comparten sin plantearse realmente el rol que le correspondió a los que con sus acciones construyeron la historia.
Algo de eso le pasó a la joven legisladora porteña Ofelia Fernández, que presentó un proyecto para renombrar las calles, plazas y monumentos que remitieran a personas vinculadas a las dictaduras militares. A simple vista parece algo importante, un paso trascendente para el fortalecimiento de nuestra democracia. ¿Cómo puede haber lugar en el espacio público para los que atentaron contra la política como algo público? Es casi imposible no estar de acuerdo con eso.
Más allá de acordar con eso en el plano teórico, la joven Ofelia parece haberse pasado por alto un dato importante: tiene una banca en la legislatura por formar parte de un espacio político que reivindica a Juan Domingo Perón, el mismo que construyó su poder desde la Secretaría de Trabajo y Previsión creada pocos meses después del golpe de estado de 1943, cuando aún era coronel.
No fue un simple burócrata gris en un puesto menor, puesto que desde allí llegó al Ministerio de Guerra y a la Vicepresidencia de la segunda dictadura que gobernó al país desde la adopción de la Ley Sáenz Peña. La historia edulcorada que le contaron a la pobre Ofelia parece haberse salteado tan importante dato. Con una ley peronista terminaría logrando, accidentalmente, lo que los golpistas de la Revolución Libertadora soñaban: eliminar a Perón de la vida pública.
Algo así se intentó acá hace dos años. Aburridos por la pandemia, un par de concejales de la ciudad de Córdoba presentaron un proyecto de ordenanza en el mismo sentido, pero sobre monumentos, estatuas, efigies o placas recordatorias en las que no se podría recordar a personas involucradas con las guerras civiles de Argentina ni a sucesos o personas vinculadas a las violaciones de DDHH o dictaduras (como partícipes, funcionarios o de cualquier modo).
Afortunadamente alguien les dio un tirón de orejas o se avivaron a tiempo del berenjenal en el que se estaban metiendo y dieron un paso atrás. Es que la historia argentina está construida sobre todos esos elementos que pretenden ignorar. Sería muy difícil que todas las plazas se llamen San Martín, Belgrano o Güemes, porque incluso el ahora reivindicado General Bustos sería cuestionado por haber participado en las guerras civiles.
Quedarían afuera casi todos los prohombres del siglo XIX, como el General Roca, Mitre, Sarmiento, Rosas, Urquiza. En el siglo XX, con medio siglo de golpes de estado, fraudes varios, proscripciones partidarias y terrorismo de Estado, pocos se salvan como para ganarse un monumento.
La compulsión por reescribir la historia a partir de los nombres de los espacios públicos es un recurso habitual entre los que no toleran la disidencia. Muchos recordarán todavía cuando querían cambiarle el nombre a la Avenida Colón por el de Pueblos Originarios, en tiempos de enamoramiento inicial de la gente con el progresismo.
Otros tendrán aún frescos los cruces entre Juez (en su etapa kirchnero-progresista) y Schiaretti (cumpliendo su pacto liceísta) sobre la Circunvalación, que deseaban llamar Agustín Tosco o General Bustos respectivamente, situación que tuvo que zanjar la Justicia.
Los menos recordarán que en lejano 2014 la ex diputada Scotto propuso algo muy similar a lo que propuso Ofelia Fernández, pero para las escuelas, una situación que la exponía a la misma contradicción que al resto de los peronistas desmemoriados y que fuera maravillosamente desarmado por Pablo Esteban Dávila en las páginas de este mismo diario.
La historia es mucho más compleja -y entretenida- que los relatos armados, compactos y sin fisuras, en los que no quedan cabos sueltos y en los que se eliminan los matices de los personajes. Porque la historia se construye incluso con lo que no gusta y, en palabras de Dávila, “no se borran los hechos y personas del pasado suprimiéndolos de frontispicios o capiteles”, como bien aprendieron los que intentaron prohibir y eliminar al peronismo durante 18 años.