Una tormenta pasajera

En “Venga a bailar el rock”, una película argentina de 1957 que ha sido rescatada por el Festival Escenario y que fue alojada en la plataforma Cont.ar a partir del mes de diciembre, se percibe cómo en aquel entonces el rocanrol era apenas uno más entre los ritmos de moda.

Por J.C. Maraddón

Los años cincuenta, que marcaron en el mundo la irrupción de la juventud como un mercado de consumo cultural, también tuvieron su eco a ese nivel en la Argentina, aunque por aquí hubo un sesgo distintivo que llevó al asunto por otros carriles. Mientras en Estados Unidos e Inglaterra la primera camada de músicos rockeros fue sucedida por otra que tomó la posta y desarrolló lo que apenas se había insinuado, en nuestro país ese estilo musical transcurrió como una moda más, tan trascendente como cualquier otra de las que adoptaban los jóvenes hasta que la adultez los obligaba a dejarla de lado.

En esa mitad de siglo en que chicas y muchachos pudieron desprenderse de algunos yugos morales que cercenaban sus conductas, sucesivas oleadas rítmicas fueron arribando al Río de la Plata y desde allí se desperdigaron hacia el resto del país. Géneros caribeños como el mambo, la rumba o el chachachá se enseñoreaban en las pistas de baile cuando los primeros síntomas del rocanrol se hicieron sentir en estas latitudes. Y el rock se confundió en ese pelotón de tendencias, a las que las huestes juveniles se plegaban aprendiendo los pasos que correspondía ejecutar según la música que estaba sonando.

En ese entonces todavía no habían quedado atrás el tango, ciertas variantes del jazz ni los compases europeos de la polka, el pasodoble y la tarantela, que sobre todo en el interior continuaban vigentes en los clubes donde transcurrían las reuniones festivas. Pero quienes deseaban lucirse en la danza debían ponerse al día según lo indicaba la novedad, porque allí se concentraban las ceremonias de seducción en un tiempo en que casi nadie tenía siquiera un teléfono fijo. Bailar bien sumaba muchos puntos en el coqueteo que solía entablarse ante la mirada escrutadora de los chaperones que cuidaban que la cosa no pasara a mayores.

El gran avance que se dio en los cincuenta fue la sensualidad explícita que iban tomando los movimientos de los bailarines, tanto en la selección de canciones tropicales como en la furia rocanrolera que prescribía requiebres de cadera y sacudones de pelvis. Quizás por ese motivo, que dejaba abierta la puerta a un erotismo ingenuo, todos estos géneros podían animar una misma velada, porque si bien no provenían de idéntico origen, sí coincidían en cuanto a su fin. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que la sensibilidad rockera se independizara y nucleara a sus fanáticos en exclusiva.

Algo de esto se percibe en “Venga a bailar el rock”, una película nacional de 1957 que ha sido rescatada por el Festival Escenario y que fue alojada en la plataforma Cont.ar a partir del mes de diciembre. Bajo la dirección de Carlos Marcos Stevani y con los protagónicos de Eber Lobato, Nélida Lobato y Alberto Anchart, esta cinta de apenas 60 minutos de duración es una cándida comedia musical en la que se puede apreciar la performance de Eddie Pequenino y sus Rockers, una de las primeras orquestas al estilo de Bill Haley & His Comets que hubo en el país.

Sin embargo, en esta historia de un grupo de jóvenes que organiza a pulmón un espectáculo en un teatro, esa banda es tan relevante como el bailaor y cantante flamenco Pedrito Rico, como el zarandeo rumbero de la vedette cubana Amelita Vargas o como el ritmo contagioso del grupo instrumental chileno Los Caribes. Se comprende allí que, pese el título del filme, el rock aún no había ascendido de categoría y permanecía entremezclado con otras corrientes de las que luego tomaría distancia. En ocasión del estreno de este título, nada hacía pensar que el rocanrol iba dejar de ser una tormenta pasajera para tornarse un huracán.