El pase sanitario, un acierto que llega a destiempo

Es necesario ser claros en un punto: la decisión de no vacunarse puede que sea un acto de libertad individual, pero es una elección estúpida y poco solidaria. A lo largo de 200 años, las vacunas erradicaron enfermedades que se cobraron millones de vidas a lo largo de la historia del hombre. Muchos de los que hoy se oponen a las vacunas no habrían nacido de no ser por ellas.

Por Pablo Esteban Dávila

En medio de la explosión de casos de Covid 19 verificada en las últimas horas, la provincia puso en marcha el denominado pase sanitario. Este consiste, básicamente, en una certificación de que su portador se encuentra con el esquema completo de vacunación contra el coronavirus. En adelante, su exhibición permitirá asistir a eventos masivos tales como recitales, eventos deportivos o discotecas.

Córdoba, por supuesto, no está sola con la iniciativa. Prácticamente todas las jurisdicciones han comenzado o se aprestan a exigirlo. Parten del consenso de que las vacunas son eficaces para prevenir las consecuencias más peligrosas del virus, incluyendo las hospitalizaciones prolongadas y la muerte del afectado.

Este consenso no es solo convencional, sino que tiene un sólido respaldo empírico. A las evidencias estrictamente científicas sobre la eficacia de las vacunas se suman ahora las constataciones en el terreno. La variante ómicron, por caso, es muy contagiosa, pero su nivel general de hospitalizaciones y letalidad entre la población inoculada es reamente baja, al menos por ahora. Este es un espaldarazo para la estrategia mundial de vacunación que prácticamente todos los paíes del mundo vienen llevando adelante.

El pase sanitario, además, presenta una ventaja en un tema que obsesiona a los responsables de la salud pública: las camas críticas. Si, en la actualidad y pese al crecimiento exponencial de casos, nadie habla de reimplantar un confinamiento, lo es porque esta variable se mantiene en niveles contenidos. Las unidades de terapia intensiva no solo son costosas, sino que generan una expectativa social ominosa, que remite al desasosiego general de la primera y segunda olas de la pandemia.

Esta realidad determina que los gobiernos se encuentren empeñados en reforzar las campañas de vacunación. En Córdoba el acceso a la tercera dosis es completamente libre, a condición de que se cumplan, al menos, cinco meses desde la segunda aplicación. La provincia de Buenos Aires ha llegado, incluso, a ofrecer vacunas a turistas que visiten la costa atlántica. Las vacunas no solo salvan vidas, sino que también son mucho más baratas que financiar quince días o más de internación en los cases más graves de infección por Covid.

La cuestión, por lo tanto, radica en preguntarse cuanta gente se encontraría fuera de las previsiones del pase sanitario y de la lógica que se comenta. Y, justo sea decirlo, en la Argentina son realmente pocas las personas que se resisten a inocularse. Esto contrasta con la realidad de ciertos países europeos, en donde los movimientos antivacunas son particularmente virulentos, con perdón del paralelismo.

Los que se oponen a la vacunación compulsoria suelen alegar razones de libertad individual, un poderoso talismán en las sociedades capitalista y liberales. Arguyen de que el Estado no puede obligarlas a hacer esto o aquello, especialmente en cuestiones que conciernen a su salud, un tema que, por definición, pertenece a una esfera de decisión personalísima.

Esto es cierto, naturalmente, pero tiene limitaciones. En efecto, cualquiera puede oponerse a ser vacunado; está en su derecho. Pero esta decisión conlleva restricciones. Una de ellas es que esa persona no podrá concurrir a los lugares o eventos en los que sí pueden hacerlo quienes se hayan inmunizado.

Esto no es discriminación ni nada por el estilo. Las decisiones individuales son válidas y legítimas en tanto y en cuando conciernen exclusivamente a su autor, pero deben ser evaluadas, forzosamente, cuando este interactúa con sus semejantes. Y es en esta conjunción entre los círculos concéntricos de las decisiones personales y las necesidades colectivas en donde surge claramente que los no vacunados constituyen una amenaza al resto de la sociedad. Esto significa que, si desean mantenerse en sus trece, pues tendrán entonces que aceptar que no les será posible desarrollar actividades masivas o que podrían verse restringidas sus posibilidades de acceso a ciertos locales, públicos o privados.

Además, es necesario ser claros en un punto: la decisión de no vacunarse puede que sea un acto de libertad individual, pero es una elección estúpida y poco solidaria. A lo largo de 200 años, las vacunas erradicaron enfermedades que se cobraron millones de vidas a lo largo de la historia del hombre. La peste negra, la viruela, la polio y el sarampión, entre otros flagelos, fueron erradicadas gracias a políticas consistentes de vacunación a escala planetaria. Muchos de los que hoy se confiesan antivacunas no hubiera nacido si la humanidad no hubiera acertado a desarrollarlas. Alguien puede intentar describir este fenómeno incomprensible bajo los meandros de la postmodernidad, pero esto no significa que les asista un ápice de razón: están equivocados y nunca estará de más decirlo públicamente.

Así las cosas, el pase sanitario es un acierto incontrastable aunque, a juzgar por los acontecimientos de las últimas horas, puede que haya a destiempo. No solo prioriza el derecho a la salud sino que también recuerda las mejores tradiciones científicas, aquellas que prescriben que la razón puede vérselas exitosamente con los desafíos de las enfermedades, el hambre e incluso las guerras, tal como lo afirma convincentemente Steven Pinker en su inteligentísima obra “En defensa de la Ilustración”. Basta recordar que, desde que la OMS declaró la pandemia del coronavirus allá por marzo de 2021, la humanidad en su conjunto se las arregló para evitar una mortandad espantosa en un primer momento (la gripe española de 1918 mató 50 millones de personas en dos años, el Covid no más de 5.4 millones) y, en menos de doce meses, para desarrollar al menos una decena de vacunas eficaces que han vuelto inocuo, hasta cierto extremo, a un virus que amenazaba con alterar para siempre la vida en el planeta. Quienes hayan reconocido este progreso -que, afortunadamente, son la mayoría- merecen un tratamiento distintivo de aquellos que, amparados en creencias o convicciones pseudocientíficas o antimodernas, han decidido convertirse en un riesgo para ellos mismos y sus semejantes.