Por Pablo Esteban Dávila
El pasado sábado 20 de noviembre se celebró el día de la Soberanía Nacional en conmemoración de la Batalla de Obligado, cuando las tropas del general Lucio Norberto Mansilla intentaron detener a una escuadra anglo-francesa que intentaba remontar el río Paraná para forzar a la entonces confederación argentina a aceptar la libre navegación de sus ríos interiores. Entre aquellos defensores se encontraban, como en casi todos los regimientos de línea de entonces, cientos de gauchos reclutados más o menos a la fuerza.
A ciento setenta y seis años de aquellos sucesos, les cupo a otros gauchos, en la idílica localidad patagónica de El Bolsón, defender también la soberanía nacional contra un grupo de pretendidos mapuches que la niegan enfáticamente. Cuando estos intentaron incendiar diferentes comercios de la localidad, unos jinetes que participaban de una clasificación para el festival de doma y folclore de Jesús María se interpusieron y lograron evitar que consumaran la quemazón. El intendente de aquella ciudad, Bruno Pogliano, tras quejarse por la inacción de la Casa Rosada frente al avance de los violentos que buscan infundir terror entre los pobladores de la zona, se preguntó sardónicamente: “¿tendremos que pedir seguridad a los gauchos?”.
Lo sucedido ilustra perfectamente que el macrocefálico Estado que lidera Alberto Fernández es incapaz de cumplir con sus funciones elementales, la seguridad entre ellas. Este no es solo un retroceso a la época de los malones (episodios en los que se entreveraban indios y gauchos con fiereza) sino también a una etapa previa de la organización nacional, en donde la fuerza pública se encontraba parcelada en una multiplicidad de agentes informales del orden, con los riesgos del caso.
A los habitantes de El Bolsón, por supuesto, estas evocaciones los tienen sin cuidado. Para ellos, y cuando las papas quemaron, los gauchos se las arreglaron para repeler el ataque mapuche, como si se tratara de un revival de la guerra de fortines anterior a la campaña del desierto. Quienes son víctimas de la violencia suelen no reparar en este tipo de sutilezas, aunque tengan mucho de bizarras.
No es la primera vez que esto ocurre. En fechas tan recientes como el 28 de julio de 2019, ante la inacción de la policía, gauchos montados despejaron a rebencazos a una manifestación de veganos que habían invadido ilegalmente la histórica plaza de la exposición rural de Palermo cuando se realizaba una exhibición ganadera. Al igual que los mapuches, los veganos tuvieron que batirse en retirada ante la decidida acción de los jinetes. El evento pudo desarrollarse luego con perfecta normalidad.
Estos ejemplos ponen de manifiesto, por la vía del sainete, que el tamaño del Estado no tiene nada que ver respecto al efectivo cumplimiento de sus funciones esenciales. Tampoco tiene una relación evidente con el discurso oficial sobre que el Estado es capaz de acometer grandes proezas sociales, conforme lo establece el canon ideológico predominante en el Frente de Todos. La reiterada inacción del Ministerio de Seguridad ante las algaradas pseudo mapuches en la Patagonia es un botón que sirve de muestra para afianzar este concepto.
La defensa gaucha de la soberanía nacional en pleno siglo XXI contrasta, asimismo, con la pereza de muchos funcionarios públicos para protegerla, como es el caso del actual embajador en Chile Rafael Bielsa. El excanciller de Néstor Kirchner compareció recientemente ante una corte del país trasandino para abogar por la suerte del líder de la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) que purga una condena de nueve años por incendios a la propiedad privada y tenencia de armas de fuego. Facundo Jones Huala, de él se trata, niega obediencia a la Constitución y a las autoridades argentinas, alegando que la nación mapuche es independiente del Estado Nacional. No obstante sus bravatas, el bueno de Bielsa -representante del gobierno que el propio Jones Huala repudia- hizo lo posible para que el sedicioso obtuviera la libertad condicional, afortunadamente sin éxito.
Es el mismo Bielsa que, paradójicamente, se expresó en términos destemplados contra el derechista José Antonio Katz, quién resultó primero en las elecciones presidenciales chilenas que tuvieron lugar el domingo pasado. “La de Kast es una derecha rupturista, pinochetista, que no teme decir su nombre”, afirmó el embajador con opinable diplomacia.
Dejando de lado la crisis bilateral desatada por el embajador (el gobierno de Piñera las rechazó enérgicamente como una intromisión indebida a los asuntos internos de otro país), el episodio muestra el doble rasero ideológico de Bielsa y del gobierno que él integra, pese a los desesperados intentos de Santiago Cafiero para calificar sus dichos como meras opiniones personales. En efecto, para el embajador, Jones Huala es perfectamente argentino pese a no considerarse tal y Katz es anti argentino (y pinochetista, para mayor abundamiento) solo por mostrarse enfático respecto a la defensa de los intereses de su país, algo perfectamente lícito en el fragor de una campaña electoral. Es una contradicción flagrante, que empalidece todavía más la deplorable política exterior de la Nación.
¿Habrá que enviar a los gauchos a la legación diplomática en Santiago de Chile para que escarmienten como es debido al embajador allí acreditado? ¿Podrían estos jinetes espabilarlo blandiendo sus rebenques y haciendo tremolar la enseña patria sobre tordillos y pintados? ¡Cosa e ‘mandinga! Dirían en el campo. Tener que recurrir a los Supergauchos para poner las cosas en su lugar es una confesión a viva voz sobe la auténtica desorganización en el que vive nuestro país por obra y gracia de los que se ponen serios al recordar la gesta de la Vuelta de Obligado.