Por Pablo Esteban Dávila
Técnicamente, el G20 es un grupo que aglutina a los países más poderosos e influyentes de la tierra. Desde este punto de vista, no se explica que hace la Argentina entre ellos. Desde hace ya una década el país no crece y se ha transformado en una máquina de fabricar pobreza. Todos sus indicadores están mal y su irrelevancia a nivel internacional, con la salvedad de los años de Mauricio Macri, es un hecho que nadie discute.
Y, sin embargo, allí estamos. Entre los más importantes. Entre los ricos. En los grandes temas de discusión mundial. ¿Cuál es la razón de esta anomalía? Simplemente, porque cuando el G20 fue establecido, allá por 1999, Carlos Menem gobernaba la Argentina y el mundo sentía una mezcla de incredulidad y admiración por sus logros macroeconómicos. Por entonces, era natural pensar que el país alcanzaría pronto los estándares de prosperidad de las naciones más ricas. Además, el riojano se había transformado en un referente de la política internacional, que se codeaba con perfecta naturalidad con las personalidades más relevantes.
Pero, como las historias con final feliz no abundan por estos pagos, luego vino Fernando de la Rúa y, con él, el proceso que desembocó en el populismo kirchnerista. La historia es bien conocida y no vale la pena repasarla. Lo cierto es que los miembros del G20 bien podrían haberse puesto de acuerdo con que la presencia argentina ya no era necesaria y habérselo hecho saber a Buenos Aires con cuidada diplomacia. Pero tal cosa no se estila en este tipo de ambientes. Mal que les pese a los grandes líderes mundiales, el presidente criollo formará parte del grupo hasta que sus miembros se aburran y termine desgajándose por efecto del tiempo.
Esta inercia es, claramente, una oportunidad para el circunstancial inquilino de la Casa Rosada, quienquiera que sea. Los Kirchner la desaprovecharon sistemáticamente, Macri la utilizó toda vez que pudo y Alberto Fernández… bueno, ya se sabe que los foros internacionales no son su fuerte.
Tal cosa quedó en evidencia en la reunión que tuvo lugar en Roma la semana pasada. Los temas que dominaron la cumbre fueron la economía y la salud globales, el cambio climático y medio ambiente y el desarrollo sustentable, pero el Fernández prefirió recurrir a la monserga de los intereses por incumplimientos que cobra el FMI y -toda una novedad- reclamó pagar la deuda externa con acciones climáticas. Fue algo así como si un propietario de una casa en el country más exclusivo del planeta se quejara de los intereses punitorios que contienen las expensas y exigiera pagarlas por el verde de su jardín.
No es el lugar para ventilar este tipo de miserias. En lugar de afianzar la curiosa membresía argentina en el G20, Fernández prefirió pasar la gorra ante los ricos y famosos, exactamente igual como lo hizo en su poco memorable gira europea de mayo pasado. El país se ha transformado en el vecino pobre que, a donde asiste, intenta sacar alguna ventaja de los otros. Lejos de aportar algo relevante para el futuro de la humanidad (que es lo que se espera en este tipo de cumbres) incomoda al resto con planteos endogámicos, del tipo que raramente se escuchan entre países que, teóricamente, deberían marcar el rumbo de otros menos favorecidos.
No obstante, la exigencia de Fernández respecto del FMI tuvo una recogida favorable, toda vez que resultó mencionada en la declaración publicada a modo de resumen de la cumbre. Santiago Cafiero, ahora en su rol de canciller, le tributó a su jefe este éxito de alcance ecuménico. Sin embargo, no es un logro que debería entusiasmar por mucho tiempo al gobierno. Es muy raro que haya un veto explícito dentro de ese tipo de foros a una petición de uno de sus miembros, por más errático que este sea. Dado que el principio rector es el consenso (nadie vota los contenidos de los documentos finales) no resulta extraño que ante la insistencia de alguno se incorporen asuntos que el resto de los mandatarios considerarían exóticos en ambientes menos protocolares.
¿Servirá de algo el nominal respaldo del G20 a la negociación que Martín Guzmán se encuentra llevando a cabo con el FMI por la deuda que mantiene la Argentina? Difícilmente. El organismo debería reformar sus estatutos, una empresa que sí requiere de una votación de sus integrantes y que excede la buena o mala voluntad que pudiera tener Kristalina Gueorguieva. Basta preguntarse que interés podrían tener el resto de los países en ayudar a uno que se ha granjeado justa fama de defaulteador serial de sus compromisos internacionales. Sería como premiar al peor del grado y estimular a similares comportamientos a otras naciones que sí cumplen con sus obligaciones.
Por lo demás, la performance de Fernández en la cumbre fue, como acostumbra, mediocre. Llegó tarde a la reunión que él mismo había solicitado con Gueorguieva y -vaya a saberse por qué motivo- se perdió la foto de familia con el resto de los integrantes del foro, el símbolo que certifica que la Argentina efectivamente pertenece a tan selecto grupo y que no es un colado, como muchos, en justicia, podrían suponer. Esta es una muestra de la característica torpeza con el kirchnerismo se mueve en el escenario internacional, una auténtica epidemia en sus sucesivas administraciones que, por ahora, no encuentra el antídoto adecuado.