Por J.C. Maraddón
Por más que todavía hay quienes creen que el rocanrol nació en los años cincuenta como un acto de rebeldía juvenil, cada día queda más claro que en realidad se trató de una operación de marketing a partir de la irrupción de un nuevo mercado: el de los teenagers. Hasta mediados del siglo veinte, la adolescencia no existía para la mayoría de la población mundial, que pasaba de la infancia a la juventud casi sin escalas. Y con igual velocidad llegaba a la adultez, condenada a asumir responsabilidades familiares y laborales que le insumían todo el tiempo y le dejaban escaso margen para el esparcimiento.
La explosión demográfica de la posguerra engendró una masa juvenil sin precedentes en los países más desarrollados, un fenómeno que fue advertido por la industria del entretenimiento, cuyo objetivo inmediato fue incorporar a esa multitud de chicos y chicas al circuito del consumo. La oportuna aparición de artistas blancos que copiaban la receta de los afroamericanos para hacer bailar, fue la chispa que encendió un negocio multimillonario, para el que serían reclutados intérpretes de todas las razas, nacionalidades y religiones. Sosegando a los más revoltosos y promoviendo a los sumisos, el emprendimiento se mantuvo bajo control hasta que estalló la revuelta.
En los años sesenta, los ánimos se caldearon lo suficiente como para que la música empezara a ser utilizada en su carácter de herramienta de choque. El compromiso antibélico, las cruzadas contraculturales, la identificación del “sistema” como el enemigo a vencer y la vocación de cambiar el mundo como emblema, impregnaron las mentes de la generación sesentista que desbordó todos los límites y puso al planeta en estado de revolución. Tras comprobar que el asunto se le estaba yendo de las manos y entender que con la represión no era suficiente, el establishment desarrolló una estrategia de captación que consiguió su objetivo.
Desde entonces, cualquier músico con ánimo de no transigir se vio en una encrucijada: necesita hacerse escuchar para difundir su mensaje, pero en pos de lograrlo debe negociar con estamentos empresariales que contradicen su razón de ser. El rock circula por las venas de la economía de mercado cual si fuese su sangre, por lo que suena ridículo que esté en condiciones de dinamitar el propio organismo al cual irriga. Arribamos así a un intríngulis que, más de medio siglo después de la utopía hippie, devuelve a ese género sonoro a su punto de partida, como mero producto comercial.
Más audaz aún, Occidente se sirvió de esa misma punta de lanza para llegar a la juventud que vivía del otro lado de la Cortina de Hierro, donde ni la férrea censura del régimen podía frenar el avance de las canciones de moda. De manera voluntaria o no, las estrellas del pop contribuyeron a su manera a resaltar las bondades del capitalismo y sembraron la semilla de la duda en territorio soviético, allí donde los misiles no podían llegar. Lejos de combatir los valores que entonces encarnaba en presidente Ronald Reagan, en los ochenta la elite rockera funcionó como su propaganda más efectiva.
A la luz de los acontecimientos que se viven por estos días en Cuba, donde algunos músicos parecen haber inspirado una inédita ola de protestas, cabe reflexionar sobre cuánto puede haber influido esa expresión artística en el desencadenamiento de los hechos. El séptimo episodio de la serie canadiense “This is Pop”, que está en la grilla de Netflix, parte de la pregunta “¿Qué puede hacer una canción?”. Y la responde repasando temas musicales que acompañaron luchas raciales, revueltas feministas o reivindicaciones de la comunidad homosexual. Testimonios y análisis brindan allí las claves para determinar cuánto pudieron haber modificado esas piezas el curso de las cosas.
Documentales que relevan el paso reciente por la isla caribeña de grandes figuras como The Rolling Stones o Blondie, dejan en claro que el rock ha sido un ariete no tan insignificante en la disputa por una mayor apertura política (y económica) en Cuba. La película “Habana Blues”, de 2005, también mostraba cómo se había conformado allí una escena rockera independiente, perseguida por el gobierno, aunque consentida de cierta manera como un “mal menor”. A apenas 150 kilómetros de la costa estadounidense, la sociedad cubana no podía seguir siendo impermeable a ese goteo cultural que lleva décadas.