Así en la política como en el arte

La noticia de la muerte del baterista Rodolfo García el pasado 4 de mayo, conjugó en las muestras de pesar a dos universos que en un principio aparentaban estar muy alejados entre sí: lamentaron su pérdida tanto sus colegas rockeros como sus compañeros de militancia.

Por J.C. Maraddón

Aunque celebró las luchas por cambiar la sociedad y respaldó las gestas juveniles de los años sesenta y setenta, el rock en general se mantuvo ajeno a la política partidaria y más bien abogó por causas de corte humanitario, como la paz mundial o los derechos de las minorías. Por supuesto, cada artista por su cuenta pudo o no militar en favor de determinado partido, pero hubo una tendencia a considerar la movida cultural rockera por encima de esas disputas y con objetivos que sobrepasaban largamente la competencia por una cuota de poder. Ni siquiera en su momento culminante, este género musical se avino a bajar de esa esfera humanista.

En Argentina eso no cambió demasiado en los albores del surgimiento del rock nacional. En plena dictadura de Juan Carlos Onganía, los pelilargos tenían demasiado ya con escaparle a las razzias y parecían no necesitar la toma de mayores riesgos por medio de una politización explícita. Aquellas primeras letras cantaban loas a la rebeldía y denostaban las reglas que imponía la moral establecida, pero todavía no pasaban de expresar en el plano local ese inconformismo generacional que sacudía al planeta. En su afán de salir del molde, algunos terminaron aislados como en un gueto.

Pero el clima de efervescencia que vivía el país por aquellos años era incompatible con la tibieza del mensaje social de esos pioneros. Y entonces hubo quienes se inspiraron en la protesta popular para componer canciones, como fue el caso de Pedro y Pablo con “La marcha de la bronca” o el del trovador Piero y su “Para el pueblo lo que es del pueblo”. Se trataba de fenómenos que no encajaban estrictamente en la estética del rocanrol, cuyos referentes más ortodoxos se enfrascaban en lucimientos instrumentales y letras con escasas referencias que estuvieran vinculadas a la coyuntura.

Y es que esos giros se asociaban más bien con la figura de los cantautores de cierta cercanía a las corrientes folklóricas, donde la irrupción del nuevo cancionero en la década del sesenta había abierto una senda divergente que iba a ser muy transitada después. Con aspiraciones que privilegiaban lo artístico por sobre lo testimonial, la mayoría de los rockeros mantenía en público una distancia con respecto al dramático momento que atravesaba la ciudadanía, entre la represión militar, la aparición de la guerrilla urbana, la proscripción del peronismo y una efervescencia gremial promovida por sindicatos que combatían las conducciones burocráticas.

Pese a que en la superficie del rock nacional de comienzos de los setenta hay muy pocos indicios de compromiso político, hubo músicos que fueron sensibles a esa atmósfera convulsionada y optaron por adoptar una filiación partidaria concreta. En Almendra, el grupo que había alcanzado el mayor vuelo lírico en sus composiciones, Emilio del Guercio fue el encargado de propagar su incipiente fe peronista dentro de la banda, donde encontró eco sobre todo en el cantante y guitarrista Luis Alberto Spinetta (cuya familia simpatizaba con ese movimiento) y en el baterista Rodolfo García. Ya en el segundo disco del grupo, esa orientación se manifiesta en su música.

Cuando Almendra se separó en 1971, Emilio del Guercio y Rodolfo García se unieron a otros músicos para formar Aquelarre, un grupo emblemático de esa década que también aportó alguna que otra pieza donde lo ideológico se trasluce. La noticia de la muerte de García el pasado 4 de mayo, conjugó en las muestras de pesar estos dos universos a los que tan alejados se creía. Lamentaron su pérdida tanto sus colegas rockeros como sus compañeros de militancia; y desde ambos sectores coincidieron en subrayar su hombría de bien, una característica valorada en la política y en el arte.