Memoria, verdad y justicia (para todos)

Por Javier Boher
javiboher@gmail.com

El 24 de marzo nos puso otra vez a discutir sobre cosas que ya hemos debatido hasta el hartazgo. Pese a ello, siempre queda algo nuevo para hablar, aprovechando que fue instaurado como un feriado para hacer memoria, pedir que se conozca la verdad y exigir que se haga justicia, por lo que pasó entonces y por lo que pasa ahora.

La sangrienta dictadura que se instauró desde 1976 fue el corolario de un proceso mucho más largo, en el que diversos sectores se encargaron de atacar a la democracia liberal republicana por visiones ideológicas del momento. Unos y otros consideraron -erróneamente- que sus propuestas eran superadoras del único sistema que se ha dedicado sistemáticamente a reconocer y ampliar los derechos de los ciudadanos.

El proceso autoritario que se llevó a cabo a lo largo de aquellos años dejó marcas imborrables en miles de argentinos, que vieron cómo el Estado que se proponía restaurar el orden y la convivencia pacífica violentaba todas sus normas, usando contra las bandas de forajidos liberticidas las mismas herramientas que aseguraba venir a combatir.

No se pueden equiparar las atrocidades cometidas por los que encaraban al Estado respecto a las de las organizaciones guerrilleras que actuaban al margen de la ley. Fuera de discusiones románticas sobre idealismo y justicia social, las obligaciones de los que integraban cada bando eran diferentes, aunque las motivaciones de ambos fuesen claras: exterminar a su contraparte.

El peronismo, ese al que según Cafiero III no se le puede hablar de Derechos Humanos, tuvo una participación central en todo este proceso de violencia endémica. Se incentivó a las “formaciones especiales” desde el exilio, se las combatió con la pata sindical y la AAA una vez en el poder, hubo numerosos colaboradores durante el proceso (como el hoy titular de la UOCRA, Gerardo Martínez), se negó a integrar la Conadep (bajo la ignominiosa carga del pacto militar-sindical para consagrar la impunidad de los responsables que había denunciado Alfonsín) y finalmente los indultos firmados por Carlos Menem.

Néstor Kirchner se sirvió a su llegada de esas heridas abiertas, elaborando desde ahí -pero sin mucho compromiso ideológico- un relato que le sirvió para la construcción de su poder personal. A dos décadas del regreso de la democracia, se reinventó a sí mismo y al peronismo, al que convirtió en paladín de la defensa de los DDHH, algo absolutamente discutible.

A 45 años del golpe de Estado que transformó el rol de los militares en la sociedad y la retórica política sobre los límites al ejercicio del poder, el país se encuentra otra vez ante los que relativizan derechos amparados en los supuestos beneficios para el colectivo. Otra vez se buscan excusas o artimañas para evitar el libre ejercicio de los derechos y libertades constitucionalmente reconocidos, bajo oportunas excusas vinculadas a la salud pública.

Tanto se encargó el peronismo en su piel kirchnerista de convertir a los DDHH en su bandera que llegamos al momento en el que se pretenden relativizar las aberraciones de aquellos años. Si bien la memoria debe ser completa (reconociendo también a las víctimas del accionar ilegal y violento de las organizaciones guerrilleras), eso no significa igualar a unos y otros, restando gravedad a las acciones pasadas.

Partidizar y apropiarse de los DDHH es permitir que se los discuta como si también fuesen un artilugio ideológico, haciendo que se los relativice, como si no fuesen un todo indivisible y una parte inalienable de las personas, independientemente de su filiación ideológica o su pertenencia colectiva.

Aunque no se puede igualar la totalidad de la vida en el país a lo ocurrido en aquellos años, la deriva autoritaria del gobierno los hace avalar situaciones como las vividas en Formosa o los casos de abuso policial en tantas provincias del país. Los custodios de los DDHH guardan un bochornoso silencio cómplice, que demuestra la hipocresía detrás de los relatos oficiales.

Se relativizan los centros de detención, las limitaciones a la libre circulación, las detenciones de ciudadanos que ejercen su derecho de reunión o el de peticionar ante las autoridades. Para todo eso hay mecanismos legales que no están siendo aplicados en la actualidad, por lo que la acción es abiertamente ilegal y arbitraria, al servicio de los que ejercen el poder y en contra de los ciudadanos que aseguran proteger.

Los derechos humanos no pertenecen a ningún partido ni a ningún gobierno. No pueden ser apropiados por nadie, porque son de todos. La defensa, a su vez, debe ser de todos, para evitar que unos pocos avivados traten de dar una pátina de legitimidad a su endeble gobierno de tendencias autoritarias.

Hacer memoria, pedir verdad y exigir justicia son máximas que exceden el discurso oportunista del gobierno en funciones. Deben ser una guía que ayude al control ciudadano sobre los excesos que se cometen en nombre de los derechos humanos.

Hacer memoria es un sano ejercicio democrático, para exigir por lo que pasó esta semana, hace un mes, un año o veinte. No debe ser un ancla con el pasado, sino que nos debe ayudar a no repetir errores en el futuro. Demandar que se conozca la verdad aplica también a los actos de corrupción, a los amiguismos o a los ocultamientos que defienden los que ejercen el poder.

Finalmente, la justicia es la garantía final para el ejercicio de los derechos. Es lo que permite la igualdad entre las personas. Es el resguardo de la persona y la seguridad que hace que todo lo demás funcione.

La sensación de injusticia es uno de los mayores problemas para los gobiernos que se creen omnipotentes. Los autoproclamados custodios de la memoria deberían repasar qué le pasó a todos los que con arrogancia se creyeron los dueños de la verdad. Simplemente, no sobrevivieron a una sociedad que les demandó conocerla por completo.