Por Javier Boher
En año electoral la receta es relativamente sencilla: la gente no se tiene que dar cuenta ni de las cosas que pasan ni del rumbo que llevan. Sólo se trata de que haya algo de plata dando vueltas para que el consumo tape el resto de las necesidades. No hay mucha más ciencia que esa.
Sin embargo, hay ocasiones en las que no alcanza ese pacto ciudadano de mirar para otro lado porque se puede comprar algún electrodoméstico en cuotas o cambiar el auto. La condición es que la sensación de bienestar dure un tiempo más o menos interesante, como para que no se note que es un tema electoral.
Pensemos, por ejemplo, en los cambios que implementó el gobierno de Mauricio Macri después de las PASO de 2019. Suspendió el IVA a bienes de consumo masivo, congeló tarifas y combustibles y mejoró las condiciones de financiación para el consumo, extendiendo los planes Ahora.
Sin embargo, de agosto a octubre le fue imposible revertir la situación. Le sirvió, más que nada, para irse con relativamente buenos indicadores, que sirvieran para mostrar que la tendencia recesiva se estaba revirtiendo. La vivencia de la crisis (bautizada por el ingenio popular como “Macrisis”, espejo del “Aumento” Fernández de ahora) ya era demasiado concreta como para maquillarla.
Al gobierno de Fernández le pasa más o menos lo mismo, pero con dos agravantes. Primero, la pandemia, que los obligó a forzar la máquina a lo largo de 2020 para inyectar dinero y evitar una crisis social similar a la de 2001 (pensemos en una pobreza superior al 40%, con el mayor gasto social d la historia). En segundo lugar, hoy no tiene de donde sacar plata para hacer lo mismo.
Es por eso que el gobierno que encabeza ha decidido atacar con armas poco convencionales el problema, por ejemplo, con el proyecto de reforma del impuesto a las ganancias. Por un lado, apunta a beneficiar a un buen número de individuos, apelando a que se vuelquen con su voto hacia el gobierno. Por el otro, traslada ese costo a las empresas, pero salvando -vaya sorpresa- a los bingos y casinos, tal como revelara Carlos Pagni en su cruzada para dejar a Sergio Massa expuesto cuantas veces sea posible. Esa transferencia se revelará perniciosa en el mediano plazo.
La nueva estrategia para controlar la inflación sería un arma revolucionaria, ya que no se trata de congelar precios en el nivel del consumidor, sino en el de los insumos del productor. En realidad, del productor secundario, ese intermediario que los procesa industrialmente para agregar valor.
La nafta, que mueve su precio como si estuviese atada al bitcoin, todavía no ha tocado su techo y ya lleva seis aumentos en dos meses y medio. Según el CEO de YPF, los aumentos sumarán 18% a lo largo de los próximos dos meses, para quedar tranquilos por un tiempo más. De ser así, si el último aumento fuese en mayo, los más de 60 días hasta las PASO podrían ayudar a borrar el fuerte acomodamiento desde principios de año. Sin embargo, tienen tiempo para seguir trasladándose a todo lo que depende del transporte.
Finalmente, las tarifas son otro tema de debate, con una dura batalla en el frente interno. No se trata solamente de evitar que las subas impacten en los bolsillos de la gente, sino también de cuánto debería poner el Estado en subsidios para dejarlas planchadas y cuánto resignarían los distintos niveles del Estado por los tributos que aplican sobre este tipo de consumos.
Independientemente de la manera en la que el gobierno intente hacer llegar posibilidades de consumo a los ciudadanos (hoy una persona que cobra un plan social y recibe la tarjeta alimentar está prácticamente cobrando el equivalente a un salario mínimo sin salir de su casa) la gran duda es si va a disponer de los medios para llevarlo a cabo a tiempo para que el grueso de sus votantes se olvide de los amargos últimos años.
La sensación de la crisis ya recorre todos los niveles de la sociedad. Algunos han sufrido más y otros menos. Tal vez todos alcanzan a un mínimo de subsistencia a través de las ayudas estatales y algunas changas, como las que en su momento celebró el ministro Arroyo, pero la mayoría de la gente tiene la certeza de que podría estar un poco mejor. No mucho, pero sí algo.
Si pensamos en el peso de la crisis, vale la pena detenernos en cuánto tiempo llevamos en recesión. Una persona nacida en 2002, que cumplió el año pasado los 18 años que decretan la mayoría de edad legal en el país, va a haber vivido, desde entonces, ocho años de una economía que se encoge. Casi la mitad de su vida.
Períodos tan largos de penurias económicas -con una inflación que sigue creciendo a razón de un 3-4% cada mes, proyectando otro año más de 50% de inflación anual- generan olas de desilusión y desesperanza demasiado grandes. eSi el gobierno pretende insistir por el mismo camino por el que ha llegado hasta aquí, por delante lo espera el colapso seguro, independientemente de que pueda llegar a lograr un triunfo.
Dos veces en la historia reciente el país atravesó otras recesiones de tres años, en tiempos de Alfonsín-Menem y de De la Rúa-Duhalde. Los que salieron no lo hicieron repitiendo las recetas que habían desembocado en la crisis, sino cambiando las expectativas. El gobierno ya no tiene margen para gobernar repitiendo recetas, a la vez que también se le agotan las chances de cambiar las expectativas. No alcanza con pensar en el día de las elecciones; también hay que enfocarse en lo que puede venir después.