Por Javier Boher
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Al final parece que Sarmiento y Alberdi tenían razón. Gobernar es poblar y los colonos van a hacer grande la patria. Dimos vueltas por más de 150 años para volver al mismo lugar, como si nada hubiese cambiado.
Es curioso que, en un país que se encuentra a la vanguardia tecnológica de la producción de alimentos, la propuesta sea volver a producir como hace un siglo, cuando las herramientas no alcanzaban a aligerar la necesidad de fuerza física. La agricultura familiar es poco más que un trabajo de subsistencia, muchas veces al margen de los mercados y en condiciones de autoexplotación. No es tan pintoresco como las películas de Hollywood en las que los protagonistas juegan a tirarse agua de algún bebedero, entre grandes sonrisas perfectas. La agricultura familiar no es la huerta orgánica que se arma en macetas con las semillas del INTA. Es un esfuerzo consciente para obtener el sustento en un país en el que el Estado conspira contra los productores, regulando a la baja los precios de los alimentos.
La propuesta del presidente Fernández de poner las tierras fiscales al servicio de los que pueden trabajarla suena ideológicamente agradable para los que viven con la reforma agraria sesentista zumbando permanentemente en sus oídos. Lleva tranquilidad a los que leen artículos académicos sobre la producción de café orgánico por comunidades aborígenes de las montañas colombianas, pero que nunca en su vida agarraron una azada para abrir un surco en la tierra ni palearon pilas de guano para enriquecer el suelo.
Su idea, además, suma otro problema: ¿cuáles van a ser esas tierras fiscales?¿Adónde van a estar ubicadas y a quienes se las van a retirar?.
Seguramente, poner a trabajar algún viejo predio del ferrocarril en algún paraje abandonado en la pampa húmeda pueda funcionar, pero difícilmente el proyecto prospere si es alguna parcela desértica en Catamarca o en la estepa patagónica, o si se trata de alguna zona protegida por la ley de bosques. ¿Pensarán en retirarle a las Fuerzas Armadas algunos predios que hoy contribuyen a su sustento económico?¿Poblarán los nuevos colonos los campos de camino a La Calera o los de Ascochinga?. Menudo negocio inmobiliario intentarán hacer los potenciales nuevos poseedores.
Ni hablar de quienes serán los beneficiarios de tales ofrendas. ¿Serán los plantadores de perejil del Proyecto Artigas de Grabois? Aunque suene risible, su Movimiento de Trabajadores de la Tierra se ha visto enormemente beneficiado por numerosas partidas presupuestarias que administra a discreción. También pueden estar vinculados al Movimiento Evita, que supo hacerse fuerte desde la Secretaría de Agricultura Familiar en los tiempos de Cristina Fernández de Kirchner, pese a que no tuvo mucho más éxito que el cultivo de plantas de marihuana del hijo de Pérsico, que transportaba en un vehículo oficial.
Seguramente hay mucho para decir al respecto, especialmente cuando el grueso del gabinete es -al igual que el presidente- más porteño que el tango. Criados entre el hormigón, las autopistas y los edificios, su conocimiento sobre las problemáticas rurales son muy pobres. No se trata de tirar gente en el campo, sino de capacitarla (hoy la oferta educativa para ese tipo de proyectos es baja), abrirle líneas de financiamiento para la adquisición de herramientas o mejorar el acceso a los mercados (principalmente al de exportación, que siempre va a pagar mejor que las señoras de countries si el producto es efectivamente orgánico). Hacen falta más que declaraciones para tranquilizar a los adherentes mientras se ven en la obligación de deglutir un batracio como el del regreso del FMI.
La incapacidad de los dirigentes de entender los cambios sociales y adelantarse a las consecuencias futuras es la constante que se revela cada vez que actúan siguiendo viejas consignas del pasado. Sí, la agroecología es una moda que se consume en el mundo, pero nunca podrá ser una alternativa a la agricultura a gran escala. A lo sumo puede complementarla, pero sólo allí donde hay gente que pueda consumir productos que cuestan tres o cuatro veces más que los convencionales.
El sistema está plagado de inequidades, que se sufren con intensidad en los parajes en los que se producen muchos de los alimentos que llegan a nuestra mesa. El Estado es una fuerza fundamental para acortar la brecha y reducir las desigualdades en esos entornos, pero no lo puede lograr si el modelo es dotar de dignidad discursiva algo que no la tiene en los hechos. Para ello debe abandonar la romantización del primitivismo y tomar medidas acordes a los tiempos que corren. Es que, con las que proponen, sólo perpetúan la pobreza y benefician a los gestores de la plata que va a bajar el Estado. El futuro, si aunque se es el modelo, es el de la escasez de alimentos, aunque numerosas familias le pongan el lomo a la ilusión de que son dueños de su esfuerzo.