Por Pablo Esteban Dávila
¿Qué haremos sin Mario Pereyra? Se preguntan pobres y ricos, expertos y legos, poderosos y débiles. Es una pregunta que, por ahora, no tiene respuesta. Comenzar la mañana sintonizando su programa Juntos era un clásico imperecedero, una rutina laica. Su audiencia era tan vasta como variopinta, que excedía largamente a la provincia de Córdoba, el territorio natal de Cadena 3. Ahora todo será diferente.
Pereyra era un hombre influyente, aunque él gustara -jugando siempre con sus oyentes- relativizarlo. Y, como toda persona que goza de tal condición, tenía poder. No uno del tipo institucional, por supuesto, de la clase que ordena “hay que hacer esto o aquello”, sino uno más sutil, el poder blando del que hablan los politólogos, ese que mueve a la acción o al veto sólo porque alguien lo dice y sin más propósito que procurar algo parecido al buen obrar.
Lo curioso de Mario es que no era un profesional apolítico o, más técnicamente hablando, políticamente correcto, ese mal que corroe con mayor o menor énfasis a una buena mayoría de los comunicadores contemporáneos. Lejos de intentar ser neutral se definía, siempre que podía hacerlo, como un liberal, un militante de la libertad. Su audiencia nunca dudó de esta opción personal y, contrariando los prejuicios sobre que un liberal no puede ser amado, hizo de su liberalismo un asunto popular, un talante que sirvió tanto para generarle adhesiones perdurables como pasiones en contrario, pero siempre amalgamadas en el mismo dial de la radio. Ni siquiera quienes no estaban de acuerdo con él abandonaban su frecuencia.
Tal vez sus arraigadas ideas de la libertad le hayan permitido ser una persona capaz de separar sus opiniones políticas de los ámbitos de la cultura, el deporte o el entretenimiento, cultivando la tolerancia y la amplitud de criterios. Cadena 3 fue siempre un santuario para los artistas, especialmente los del interior, independientemente de cuales fueran sus opciones ideológicas o los géneros que fatigasen. No hace tanto tiempo atrás, y en ocasión de cierto reencuentro de los Midachi, Pereyra mantuvo conversaciones correctas, divertidas, con Dady Brieva (un ultraísta K) sin que sus pasiones antikirchneristas lo desbordasen. Sus oyentes, aquel día, le hicieron notar que no le había reprochado a Brieva ninguna de sus polémicas posiciones, pero Mario fue enfático en señalarles que él no era quién para hacerlo con alguien que había sido invitado a su programa para hablar de un éxito teatral y que siempre debían repararse en este tipo de cuestiones.
Este era, precisamente, uno de sus encantos personales, el de la caballerosidad. Aun cuando se peleaba era un caballero. Cultor del lenguaje y de las formas, siempre fue difícil sacarlo de las casillas. Para la mentalidad de la radiofonía porteña, probablemente Pereyra hubiera sido considerando un fósil de otras épocas, pero no podía negarse que su forma de hacer radio gozaba de buena salud y que, a pesar de sus modales algo anticuados, supo ensamblar equipos en constante renovación y con estilos tan diversos como el público que lo sintonizaba todas las mañanas. Mirando hacia atrás, no deja de ser sorprendente que tanto su programa como Cadena 3 en general se hayan renovado muchas veces a lo largo de los últimos quince años sin haber perdido su particular impronta ni cedido un ápice en su éxito. No fue la consecuencia, precisamente, de un conductor anquilosado por la edad o añorante de un mundo que ya no existía.
Mario era un militante de la radio, contra todos los pronósticos sobre la muerte inminente de este formato de comunicación. Supo ver que tenía entre sus manos un instrumento tal vez más poderoso de lo que había sido la televisión abierta, un medio que actualmente atraviesa por grandes dificultades y con desafíos de incierta resolución. Quizá lo más conmovedor de su carrera haya sido su incondicional amor a las palabras antes que a la imagen, por la capacidad de aquellas para evocar momentos, emociones e imaginación en quienes lo seguían, con fidelidad religiosa, desde las 8 a las 13:30. Fue su vocación por las palabras la herramienta más tangible de su vigencia, la guía más práctica para seguir un camino que, con el paso de los años, se hizo cada vez más ancho.
¿Qué decir respecto a su antiperonismo? Pereyra nunca lo ocultó, pero fue uno del tipo cordobés. Confesó, en un reciente reportaje concedido a Gabriela Origlia en La Nación, que, a pesar de aquella tirria, votó a José Manuel de la Sota y por Juan Schiaretti porque, cada uno en su momento, le habían parecido la mejor opción y porque eran republicanos. Pero siempre dejó en claro que con el kirchnerismo no lo unía simpatía alguna, ni siquiera cuando Néstor Kirchner recibía comentarios edulcorados de muchísimos periodistas ante lo que parecían ser logros descomunales de su administración. Quizá el epítome más resonado de estas convicciones fue su ya famoso reportaje a Alberto Fernández cuando el actual presidente era candidato. Para espanto de Miguel Clariá (partícipe en el diálogo) el asunto descendió a una discusión sin concesiones entre el entrevistador y el entrevistado, parte de cuyo contenido se viralizó no hace tanto en referencia a las seguridades que Fernández le había dado sobre que no intentaría reformar la justicia federal algo que, como se sabe, terminó haciendo. Nobleza obliga, el presidente lo recordó ayer con un tuit honesto y humano a pesar de aquel encontronazo.
La franqueza de Pereyra siempre fue posible porque, amen de su honestidad intelectual, siempre fue un empresario próspero, el socio de un medio que no necesitó de la pauta oficial para crecer. Si todos los gobiernos, sin distinciones, publicitaron en Cadena 3, lo hicieron no por compromisos o para condicionar sus contenidos, sino porque sabían que todo el mundo escuchaba sus programas. Mario fue un símbolo de que la efectiva libertad de pensamiento y de opinión depende más del mercado que del Estado, e hizo valer esta ventaja ganada con talento y esfuerzo cada vez que lo consideró necesario. Aun así jamás despreció ni a la política ni a los políticos ni se prendió -habiendo podido hacerlo- al facilismo del que “se vayan todos” o a las tonterías (siempre en boga) de que cualquier funcionario es un corrupto hasta que demuestre lo contrario.
Si no hubiera mediado la tragedia del coronavirus, fácil es aventurar que sus 77 años no habrían resultado un escollo para continuar al frente del programa de mayor audiencia del país, tal como gustaba ufanarse. Por el contrario, era la perspectiva de un retiro lo que no le entraba en la cabeza de nadie. Dos veces lo había anunciado en años anteriores pero, cuando llegaba en momento dar el paso al costado, en tantas ocasiones se había arrepentido, para alivio de sus fieles. Muchos se habrían justificado con Borges cuando, puntualmente a las 8 de la mañana y escuchando su voz potente y estentórea, lo hubieran juzgado como alguien tan eterno como el agua y el aire.
No obstante, la eternidad no es una alternativa para los seres humanos, y Mario Pereyra no fue la excepción. Se llora su partida porque, en definitiva, se teme que sea el final de una época y de una manera de hacer radio. Será difícil encontrar un nuevo comunicador con su elegancia, su bonhomía, su astucia y sus convicciones y, tal vez, un público que demande un substituto igual. Y no porque no se lo extrañará sino, precisamente, porque no se aceptarán imitadores de quien supo interpretar, durante tanto tiempo, las razones y las emociones de quienes lo eligieron día tras día sin claudicaciones.
Será difícil imaginar las mañanas sin Mario, pero se volverá imprescindible imaginar que hubiera dicho ante tal o cual acontecimiento por venir. Este será su inmediato legado, un punto de referencia ante las tentaciones de caer en lugares comunes, un espacio que siempre supo esquivar con exquisita incorrección y que, tras su partida, se agradece con genuina sinceridad.