Por Pablo Esteban Dávila
El presidente sorprende. Y, generalmente, no en el buen sentido. En los últimos días se le ha conocido un perfil negacionista del que no existían mayores noticias y que, a todas luces, genera preocupación.
La primera negación presidencial es la existencia de la cuarentena. Pese que viene prorrogándola a través de sucesivos Decretos de Necesidad y Urgencia desde el 20 de marzo pasado, Alberto Fernández sostiene públicamente que aquella no existe. Argumenta que la gente ya no permanece en sus hogares, que casi todas las industrias están funcionando y que el tráfico en las calles es más o menos el normal.
Esto no le agrada, al menos no demasiado. En su visión, las sucesivas flexibilizaciones han ocasionado más pesar que bienestar, manifestado aquel en el sustantivo incremento de contagios y en la cantidad de muertes por culpa del coronavirus. No obstante que se cuida de decirlo, su lenguaje gestual comunica fastidio por lo que sucede bajo sus narices; si fuera por el presidente, el régimen de Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) hubiera continuado más o menos como al principio. Fueron los gobernadores e intendentes quienes lo forzaron para relajarlo.
Este enojo se resume en su filípica del 17 de junio pasado: “¿Querían salir a correr y a pasear?” -se preguntó entonces retóricamente; “salgan; ahí están las consecuencias” -se respondió del mismo modo. En aquella oportunidad, el panorama no parecía demasiado grave: se acumulaban 35.500 contagios y 913 fallecimiento. Hoy, la Argentina va camino a convertirse en una nueva referencia mundial en términos de Covid-19.
Negar la cuarentena es un tanto ridículo, porque sus manifestaciones se encuentran por doquier. No hay vuelos de cabotaje, tampoco colectivos de larga distancia ni turistas viajando por el país. Las escuelas están cerradas, del mismo modo que las universidades. Pasar de una provincia a la otra es una odisea y, si eventualmente se logra hacerlo, hay que hacer una estadía obligada de quince días en hoteles especialmente señalados por sus autoridades. Si esto no es una cuarentena, ¿entonces de que se trata?
Claro que, para el presidente, es difícil aceptarlo. Esto al menos por dos motivos: el primero, porque todo indica que sus instrucciones respecto al aislamiento se desobedecen cada vez más seguido y a ningún mandatario le gusta reconocer que sus gobernados lo desafían públicamente; el segundo, porque tener tantos contagios y muertes con una cuarentena tan rígida significaría, lisa y llanamente, que el instrumento (y sus sacrificios asociados) no ha servido para gran cosa.
La otra negación, relacionada con la anterior, es afirmar que no sabe exactamente qué sucedió con Solange Muse, la joven que murió en Alta Gracia sin poder ver a su padre quién, a mediados del mes pasado, no logró sortear los controles sanitarios de la provincia de Córdoba para acompañarla en su agonía. El presidente justificó el no poder opinar adecuadamente sobre el tema debido a no encontrarse suficientemente informado.
Es difícil creer esto. El caso de Solange disparó una ola de indignación nacional y motivó a que todas las provincias adoptaran, de inmediato, providencias para que algo así no volviera a repetirse. Su padre, Pablo Muse, ha anunciado que demandará a la Nación y a la provincia por lo que le hicieron a su hija y se asume que buena parte de la opinión pública lo acompañará en esta cruzada. Si Fernández no conocía todo esto debería despedir a sus asesores de prensa; es imposible substraerse a este drama, especialmente para alguien dirige los destinos de un país que se encuentra, en diferentes proporciones, padeciendo en conjunto.
No obstante, esta amnesia selectiva (no le ocurre lo mismo con Facundo Astudillo Castro) tiene una explicación racional: se trata de una tragedia directamente relacionada con las restricciones en vigencia. Es muy probable que Solange hubiera padecido el mismo desenlace aun sin la pandemia, pero también es seguro que, en tal caso, sus seres queridos habrían estado a su lado en los últimos momentos. Es el ASPO y la insensatez que rodea a muchas de las medidas que lo sostienen la causa directa de tanto dolor innecesario. Fernández aduce no estar al tanto de la noticia porque, de reconocerla, interpelaría directamente a la razonabilidad de una cuarentena que, supuestamente, ya no existe.
La ya famosa sesión de Diputados que tuvo lugar el miércoles pasado es otra prueba de que el presidente niega la realidad. “Si la pandemia ha visto un sector lastimado, ese es el del turismo” -sostuvo en un acto por el día de la industria. “Ayer había que tratar una ley sobre turismo y no pudimos hacerlo”, sentenció. Alberto culpó a la oposición -que se había negado a sesionar en forma remota- por la no aprobación del proyecto de Sostenimiento y Reactivación Productiva de la Actividad Turística Nacional, destinada a aliviar la penosa situación del sector.
Sin embargo, y pese al lamento del primer mandatario, la sesión efectivamente se llevó a cabo y la ley en cuestión fue efectivamente votada, tarde en la noche, como es costumbre en aquel cuerpo. Lo que Juntos por el Cambio sostiene -y tal vez esa sea la fuente de la confusión presidencial- es que nada de lo allí sucedido es válido por haberse violado el reglamento, pero esta es harina de otro costal. La tercera autoridad en la línea de sucesión, esto es, Sergio Massa, defendió a capa y espada la legalidad de la votación que consagró la ley que, conforme las aseveraciones del señor Fernández, tampoco existe.
La aparente confusión de los diferentes planos de la realidad puede deberse, según la psiquiatría, a una confusión mental o delirio (“brote psicótico”, Eduardo Duhalde dixit) pero, y conociendo el paño, en este caso en particular debe atribuírsela, simplemente, a una cuestión de cinismo.
El cinismo es, de acuerdo con el diccionario, una “actitud de la persona que miente con descaro y defiende o practica de forma descarada, impúdica y deshonesta algo que merece general desaprobación”. Esta es una definición que calza al dedillo con el linaje kirchnerista de relacionamiento con el lenguaje. Después de todo, el famoso “relato”, no es otra cosa que una sádica adaptación de la realidad al discurso que pretende reflejarla.
El presidente intenta -así como Cristina pretendió hacerlo, en su momento, con la pobreza o la inflación- que la cuarentena no exista para ocultar su fracaso, que el sufrimiento de Solange no sea asociado con las actuales restricciones o que una ley finalmente aprobada no lo haya sido para que el sambenito cuelgue de la oposición. Es dialogar con el espejo de la madrastra de Cenicienta para que este devuelva la respuesta siempre correcta, a despecho de lo que realmente sucede.
Se trata de la vieja manía, tan voluntarista, de pensar de que los hechos pueden cambiar gracias a lo que se diga sobre ellos. Algunas veces, debe reconocérselo, la trampa funciona. Hay consensos sociales extendidos sobre personas o acontecimientos que, en rigor, no resistirían el escrutinio histórico ni el estadístico. Pero creer que esta es una operación semiológica estándar, disponible para cualquier esgrimista del discurso, es caer en la tentación de la omnipotencia. Fernández se encuentra caminando en una cornisa real, no sólo simbólica, que requiere de algo más que de simple negaciones para salir del aprieto. Es una lástima que siga perdiendo el tiempo con estas fruslerías, que tanto afectan su credibilidad, cuando todavía tiene más de tres largos años por delante para demostrar demasiadas cosas, hoy incomprobables.