Por Javier Boher
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La historia es un marco para entender algunos procesos. No podemos vivir mirando para atrás, pero siempre es importante tener alguna referencia que nos ayude a mirar hacia adelante.
Todo el siglo XIX fue un punto de inflexión para el mundo, con imperios creciendo, países naciendo y una agitación revolucionaria que convulsionaba a Europa y buena parte de América.
En ese siglo Argentina se declara independiente y empieza a buscar una forma de organizarse. 1853 nos deja la Constitución, 1862 la incorporación de Buenos Aires y 1880 la organización del Estado argentino. Ideas que llegaban de afuera ayudaban a darle forma al nuevo país, en el que todo estaba por hacerse.
Desde aquel entonces se reconocieron las libertades fundamentales de las personas, garantía para que la diversa inmigración pudiera coexistir. Se eliminaron ejércitos provinciales y aduanas interiores. Se acuñó una moneda común, se encumbró a algunos próceres y se abrazaron los símbolos patrios.
Mientras eso pasaba acá, en Europa crecía el movimiento obrero, nuevo sujeto social de un capitalismo que se consolidaba como sistema mundial. Mientras el Estado se estaba formando en estas tierras, allá ya funcionaba a todo vapor.
Tan bien funcionaba como aparato represivo, que los trabajadores que se reunieron para formar la primera internacional se terminaron peleando al pensarlo. Mientras los marxistas creían que el control político del Estado era central para establecer un proyecto político de los trabajadores (lo mismo que todavía le escuchamos a los dogmáticos Del Caño, Pitrola, Olivero y compañía) los anarquistas preferían pedir su abolición total. «Cuando te oprime la bota del Estado, poco importa que sea la izquierda o la derecha», reza una máxima anarquista que algunos siguen sin poder digerir.
Argentina siglo XXI
Pese a que ha pasado más de un siglo desde entonces, los debates insisten en volver. Casi como en «El curioso Caso de Benjamin Burton», Argentina va desandando la vida institucional, sumiéndose en una desorganización que remite a esos tiempos previos a la sanción de la Constitución que aún hoy nos rige.
Provincias como San Luis han cerrado sus fronteras desde el inicio de la cuarentena. Hoy es noticia por un caso similar al que el viernes inundó las páginas nacionales desde Córdoba, por el que alguna autoridad decide impedir que las personas acompañen a sus seres queridos. Aunque la Constitución reconoce el derecho a circular libremente por el país, a los temerosos gobernadores no parece importarles.
En San Juan también impiden entrar, pero han sido noticia por algo aún peor. Así como hace un tiempo nos tomamos el trabajo de criticar al gobernador Morales por su idea de marcar las casas de los jujeños aislados -que no prosperó-, el progresista y racional gobernador Uñac no dudó en hacerlo en San Juan. Parece una gran idea esa de señalar a los posibles positivos para que, en su paranoia, la gente los rechace o los amenace. ¿Cuántos casos de violencia o incendio hacia supuestos positivos hemos visto en estos meses?.
El fin de semana circuló un video en el que detienen a una mujer por resistirse a hacerse un hisopado. «Mi cuerpo, mi decisión» no se escuchó como argumento para rechazar un acto tan violatorio de la intimidad. Quizás le faltaba algo verde para identificarla como merecedora de ayuda, como la enseña punzó de los tiempos de Rosas.
En Río Negro se ha rebelado la gente que no quiere volver a fase uno, pero los videos de la violencia policial hacia gente que viola cuarentena con actos tan revolucionarios como salir a caminar sin barbijo, a andar en bici o a pasear el perro se siguen acumulando todo el tiempo.
Así las cosas, gran parte del discurso procuarentena cae en un aberrante discurso moralista de que somos malos si queremos salir, a la vez que si nos contagiamos lo merecemos y no debemos ocupar una cama en el sistema público de salud, casi como ese razonamiento cristiano de la culpa y los merecimientos para acceder al paraíso.
Hoy no parece importar la ideología o el color partidario de los que mandan. Los estados provinciales están obrando por encima de sus facultades, amparados en instrumentos legales de dudosa validez -como son los sucesivos DNU que ha emitido presidencia-. Acá parecen tener razón aquellos anarquistas que creían ver en el Estado un instrumento de opresión.
Sin embargo, la experiencia en este país dice que justamente lo que está fallando son las normas que limitan el poder del Estado y establecen garantías para que los ciudadanos puedan defender sus derechos de los abusos de los que mandan. Tal como pasaba antes de 1853, que nos mira con cariño desde la barbarie.