Cafiero, el pedagogo de lo obvio, no de lo importante

Es un tanto paradójico, pero Alberto Fernández -quien fuera el paradigmático jefe de gabinete de los Kirchner- parece no tener en Santiago Cafiero el funcionario adecuado para cumplir con el rol que el propio presidente conoce tan bien.

Por Pablo Esteban Dávila

Es un tanto paradójico, pero Alberto Fernández -quien fuera el paradigmático jefe de gabinete de los Kirchner- parece no tener en Santiago Cafiero el funcionario adecuado para cumplir con el rol que el propio presidente conoce tan bien.
No es que Cafiero no sea capaz, ni íntegro, ni que le falte voluntad. No se trata de eso. Parecería, antes de achacarle cualquier demérito emparentado con el carácter, que le faltara rodaje. Un jefe de gabinete cabal es el alter ego del hombre más poderoso del país, el intérprete privilegiado de sus políticas. ¿Se encuentra el actual a la altura de las circunstancias?
Releyendo sus recientes declaraciones debe concluirse que esta duda es, cuanto menos, legítima. Por ejemplo, refiriéndose al reclamo social para que los funcionarios (incluyendo al presidente) se reduzcan los sueldos en el marco de la pandemia, Cafiero reiteró que “de momento no pensamos en eso, porque la enorme mayoría de esas áreas están trabajando” insistiendo, pedagógicamente, que “parte de los recortes o de los acuerdos salariales en privados son porque se trata de fábricas o empresas que no funcionaron (pero que), en este caso, el Estado siguió funcionando”.
El argumento es propio de un abogado laboralista antes que de un dirigente político. Es claro que los funcionarios han seguido trabajando a pesar del Covid-19 y que, de seguro, lo han hecho con mayor contracción que antes. Sin embargo, no se trata de carga laboral sino de gestos; cualquiera comprende este hecho. De lo contrario, y siguiendo el razonamiento del jefe de gabinete, debería aceptarse que quienes sí han optado por reducir sus salarios (por caso, Juan Schiaretti) han decidido trabajar proporcionalmente menos. Un absurdo.
Además, no debe olvidarse que tanto empresas como trabajadores no han podido desarrollar sus actividades por decisión del propio gobierno, a despecho de sus legítimos intereses económicos. Tal cosa no puede ser homologada con las tareas del Estado que, en esta crisis, es tanto juez como parte. La misión de velar por el interés público exige el tipo de decisiones implícitas en una cuarentena las que, a su turno, requieren de liderazgos enérgicos e inspiradores. El día que tales atributos puedan ser objeto de una escala salarial acorde deberíamos darle la derecha al señor jefe de gabinete pero, de momento, no se conoce mejor forma de valorarlos que observando conductas ejemplares y obsequiando gestos que el común de las gentes sería incapaz de producir por la misma llaneza de sus vidas.
Por lo tanto, la decisión de mantener los salarios del presidente y de los funcionarios tal como se encontraban antes de la pandemia es una del tipo político, no laboral. Si este es el criterio, Cafiero debería procurar convencer a la opinión pública de que el gabinete se integra con gente que vive exclusivamente de sus ingresos en la función pública y que, como no tienen otros ocultos ni tampoco tiempo excedente para dedicarse a tareas más redituables en sus ratos libres, no les queda más que esperar pacientemente hasta fin de mes para hacerse de los pesos con los que contarán para subsistir en el siguiente. El argumento suena cursi, pero al menos tiene el mérito de no tomarle el pelo a los que esperan algo más que una relación automática entre horas trabajadas e ingresos percibidos.
Tampoco Cafiero ha tenido una actuación lucida en el sonado caso de la liberación de presos para prevenir la transmisión del coronavirus en cárceles superpobladas de la Capital Federal y el conurbano bonaerense. Sus expresiones de ayer respecto a que “el Poder Ejecutivo no puede ni debe detener, ni meter preso ni liberar a nadie” y, que, por ende “no es real vincular al Gobierno con decisiones judiciales” tienen la candidez de un alumno rindiendo derecho constitucional.
Va de suyo que el presidente no puede hacer estas cosas, al menos desde un punto de vista formal. Insistir sobre aspectos evidentes por sí mismos es tan fútil como irrelevante. Lo que el jefe de gabinete debería explicar es porqué el gobierno tardó tanto en despegarse de este escándalo y porqué funcionarios tan kirchneristas como ellos (como lo es el caso del secretario de la Comisión Provincia de la Memoria, Roberto Cipriani García) han militado ostensiblemente para liberar gran cantidad de presos, organizando un mecanismo digno de mejores causas junto con el juez Víctor Violini y el defensor oficial de La Plata Omar Ozafrain, entre otros.
Seguramente Cafiero no pueda decir lo que efectivamente ha sucedido, que no es otra cosa que una desmesura del ala de izquierda del Frente de Todos con la aparente bendición de la vicepresidenta de la Nación. Dado el silencio de la Casa Rosada ante las primeras noticas de estos planes libertarios (algo así como la versión cumbiera de la apertura de cárceles del tío Cámpora en 1973), los implicados entendieron que tenían vía libre para redimir a las víctimas encarceladas por la dictadura del capitalismo represor. Cafiero nos explica lo obvio y calla lo que verdaderamente preocupa, sin siquiera ofrecer una versión mínimamente esperanzadora que libere la imagen presidencial de las implicaciones de este escándalo.
En este sentido, tampoco resultan de ayuda los ejemplos seleccionados para mostrar el desasosiego Fernández y el suyo propio por la eventual y masiva excarcelación de delincuentes. “Nadie puede estar tranquilo si hay un genocida o un violador en libertad. A la gente le provoca angustia y eso es aprovechado por un sector opositor con mucha mezquindad”, reflexionó ayer Cafiero ante los micrófonos de las radios La Red y AM 750.
Se coincide en que ni genocidas ni violadores deberían regresar a la calle antes de cumplir el término de sus condenas, pero es difícil acordar con su grado de peligrosidad actual, al menos si se toma en cuenta las preocupaciones de los ciudadanos que atronaron la noche del domingo pasado con sus cacerolas en las principales ciudades del país. En este sentido, equipararlos en el grado de intranquilidad que generan en el público puede dar origen a algún tipo de chanza. Así, mientras que los violadores efectivamente producen temor en sus víctimas y familiares, los genocidas (se entiende que son los condenados por violaciones a los derechos humanos en la última dictadura militar) difícilmente lo hagan, ya que se trata en su mayoría de ancianos con los trastornos de salud propios de la edad y que no pueden volver a utilizar los medios del Estado para liquidar a los “subversivos marxistas”, reales o imaginarios, que les plazca.
Cafiero, en pocas palabras, es el maestro ciruela de lecciones innecesaria pero sin la hermenéutica del poder que los entendidos respetan. Nadie pide que el presidente resuelva los penosos desafíos que requiere tanto la Argentina como su propia coalición de gobierno en un santiamén, ni que tampoco tome decisiones que precipiten una crisis que, seguramente, merece ser evitada todo el tiempo que se pueda. No obstante, es un derecho para la política en general que se intenten mejores argumentos, al menos para galvanizar cierto respecto intelectual por las verdades que el poder impide presentar al gran pueblo argentino con la crudeza que encierran. Fernández supo siempre de esta exigencia cuando ocupó el cargo que ahora detenta Cafiero… ¿comprenderá el nieto de Don Antonio la trascendencia de esta misión en los meses por venir?