Por Pablo Esteban Dávila
En 1939, cuando agonizaba la Guerra Civil Española y algunos meses antes de que Adolfo Hitler invadiese Polonia, José Ortega y Gasset dictó una conferencia en la Municipalidad de La Plata titulada “Meditación del pueblo joven”. En ella pronunció una sentencia que integra el panteón de las definiciones nacionales: “Yo no importo; importan sólo las cosas de que vamos a hablar y sugiero que tengo una gran fe en mi prédica (…), mi prédica que les grita: ¡argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos (…)”.
Parafraseando a aquel filósofo bien podríamos exclamar, con las distancias del caso, ¡Kirchneristas, a las cosas, a las cosas! Porque, de sólo analizar en insólito pedido de la abogada del Senado -y mando derecha jurídica de Cristina Kirchner- Graciana Peñafort ante la Corte Suprema de Justicia, brota, espontánea, una súplica en el mismo sentido que la proferida por el renombrado español algo más de 80 años atrás.
El contexto es bastante conocido. El hijo de la vicepresidenta, el diputado Máximo Kirchner, ha ideado junto a su colega Carlos Heller un nuevo impuesto para paliar la crisis desatada por el Coronavirus. Sin ninguna pretensión de originalidad (el país ya cuenta con 163 tributos a todos sus niveles), el proyecto consiste en gravar las grandes fortunas y aspira a recaudar algo así como 3.000 millones de dólares.
Dejando de lado la escasa razonabilidad de la iniciativa, el problema práctico que enfrentan sus autores es cómo aprobarlo en tiempos de pandemia. El Congreso está cerrado y le queda algún camino para recorrer pese a que, a grandes rasgos, tanto el bloque del Frente de Todos como la Casa Rosada están de acuerdo con impulsarlo.
Hay muchas ideas en danza de como reactivar el Poder Legislativo y, algunas, apuntan a sesionar en modo virtual, tal como lo ha hecho la Legislatura de Mendoza recientemente. El presidente de Diputados, Sergio Massa, es uno de los que quieren hacerlo tan pronto lo pueda acordar con el resto de los bloques.
En el Senado, territorio exclusivo de Cristina, existen dudas derivadas del actual reglamento del cuerpo, pero sería un detalle subsanable. El oficialismo tiene número suficiente para aprobar los cambios que sean necesarios. Si embargo, la vicepresidenta quiere que el proyecto de su hijo, una vez aprobado, no sufra los embates de la inconstitucionalidad por culpa de un tecnicismo. Teme que los ricos del país, agraviados por esta nueva gabela y naturalmente avariciosos, argumenten que fue votado en una sesión virtual contraria a los ritos de la Cámara.
La vicepresidenta quiere ahorrarse el hipotético mal trago, por lo cual impulsó la aludida presentación para que el Alto Tribual le garantice que una votación realizada mediante tecnologías no presenciales no sería impugnada exitosamente por algún querellante. Dado que el procurador de la Corte, Eduardo Casal, desechó esta pretensión por ser un “planteo abstracto” y que no responde a ningún “caso justiciable”, la señora Peñafort, desairada por el pronunciamiento, advirtió en un tuit que “es la Corte Suprema quien tiene que decidir ahora, si los argentinos vamos a escribir la historia con sangre o con razones. Porque la vamos a escribir igual. Como cantan los Redondos ‘Fijate de qué lado de la mecha te encontrás’”. Deliciosa reflexión.
El berreo de Peñaflor podría ser confundido con la impotencia de alguien que defiende alguna causa en inferioridad de condiciones, pero claramente este no es el caso. El kirchnerismo, espacio para el que milita, detenta el gobierno nacional a través de Alberto Fernández, cuenta con la mayoría de la Cámara de Diputados y una absoluta preponderancia en el Senado. Asimismo, y merced a reforma jubilatoria impulsada por el presidente de la Nación, muchos jueces y fiscales federales han renunciado para no perder los anteriores beneficios, lo cual habilita a la designación de numerosos magistrados afines a Justicia Legítima en particular y a la vicepresidenta en general.
Por lo tanto, ¿cuál es el sentido de todo esto? ¿Hace falta más poder todavía? ¿Y para qué? Kirchneristas, ¡a las cosas! Nuevamente Ortega: déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. Porque no hay nada que les impida aprobar las normas que crean necesarias para fortalecer el gobierno o la economía. Si todo depende de que la Corte les otorgue garantías en abstracto de que, en un futuro próximo, resignaría el control de constitucionalidad para que el impuesto del diputado Kirchner pudiese ser cobrado pacíficamente por la AFIP, poco crédito merecerían las metas políticas redentoras que dicen perseguir.
Tampoco puede ignorarse que el planteo ante la Corte es, para decirlo de una manera suave, desafortunado. Un poder del Estado -teóricamente, el más importante- le pide a otro que analice sus propios reglamentos y que le conceda un bill de indemnidad ante posibles recursos en su contra. El Alto Tribunal pasaría a ser algo así como una asesoría letrada del Senado, un auténtico disparate.
Es evidente que ni Cristina ni su ariete jurídico están dispuestas a aprender mucho de la historia que pretenden escribir “junto con el pueblo”. Siguen insistiendo, al forzar pronunciamientos que, por fuerza, serán adversos, a presentarse como víctimas de poderosos siempre atentos en conspirar contra de las grandes mayorías. La eterna lucha de los sectores populares contra las oligarquías que ellas encarnan mejor que nadie. Pura egolatría de quienes quieren resucitar categorías de un pasado ya extinto.
Todo esto es, como se advierte, un gran delirio. Cristina tiene un gran poder y la capacidad por influir en las grandes decisiones nacionales decisivamente. Al presidente de la Nación lo impuso a través de un tuit y el partido Justicialista le obedece sin chistar. ¿Es necesario escribir la historia con sangre cuando puede hacerlo pacíficamente a través de la tinta de las leyes? ¿En serio necesita que la Corte sea cómplice de las iniciativas de su hijo aunque estas sean perfectamente legales, a pesar de lo disparatadas que resulten en términos económicos? Es muy difícil conceder razón a postulados tan forzados, a declaraciones de guerra que, de tan innecesarias, resultan definitivamente patéticas.