Volumen ya no tan brutal

Tras cincuenta años de exaltación del ruido, la escalada de sonido paralela a la evolución rockera parece entrar en una seria perspectiva de declive, a juzgar por las indicaciones impartidas por el Consejo de Distrito de Mendip, en Inglaterra, a los concesionarios del festival de Glastonbury

Por J.C. Maraddón
jcmaraddon@diarioalfil.com.ar

La generación juvenil que irrumpió en la escena internacional entre los años cincuenta y sesenta, no solamente dispuso de un movimiento musical como el rocanrol, que se adecuaba a sus gustos, sino que además empezó a contar con las ventajas de los avances tecnológicos en la reproducción del sonido.
Los por entonces modernos combinados y tocadiscos mejoraron la potencia sonora y eso influyó también en las canciones bailables de moda, que comenzaban a ser compuestas y grabadas para que se las escuchara a un mayor volumen, tanto que era percibido como atronador por parte de los adultos, quienes no se acostumbraban a esos nuevos patrones auditivos.
Con indisimulable enojo por el barullo que emergía desde las habitaciones de sus hijos, los padres dieron en llamar “ruido” a esas piezas musicales que se habían ganado el favoritismo de los adolescentes de mediados del siglo pasado. Y así fue como para esta camada de babyboomers, lo ruidoso pasó a ser un elogio, porque representaba precisamente aquello que desafiaba las reglas de convivencia.
La rebeldía propia de la edad y de la época, los llevaba a contradecir las órdenes recibidas y a forzar las perillas para que sus canciones preferidas sonaran mucho más alto de lo convenido. Con el surgimiento de las discotecas como espacio para el baile, esa tendencia se incrementó, porque junto con las luces y la ambientación, era el volumen elevado al extremo lo que transformaba a un simple recinto en un templo de la diversión para los más jóvenes.
De hecho, en la Argentina se utilizó en aquel entonces la expresión “estar en el ruido” para referirse a la cultura de la noche y a las personas que vivían inmersas en la bohemia de andar “de boliche en boliche”, en busca de estímulos placenteros que contribuyeran al esparcimiento.
Ese tipo de experiencias eran también extrapolables a los conciertos en vivo y a los festivales de rock, donde también se apelaba a recursos lumínicos y sonoros que generasen una especie de éxtasis sensorial en el auditorio, cuyos miembros además podían encontrarse bajo el efecto de algún alucinógeno.
En este contexto destinado a que los fans viviesen una aventura inolvidable, intervenía una estructura de sonido que de a poco fue creciendo en complejidad, a medida que también se diversificaban los requerimientos de los intérpretes, que pretendían reflejar en directo sobre un escenario aquellos prodigios que lograban en los estudios de grabación.
Tras cincuenta años de exaltación ruidista, esa escalada paralela a la evolución rockeraparece entrar en una seria perspectiva de declive. En sintonía con los aires de corrección política que soplan en el mundo, el Consejo de Distrito de Mendip, en Inglaterra, responsable de la concesión de licencias del festival de Glastonbury, viene señalando desde 2017 indicaciones para garantizar la salud y la seguridad de los asistentes.
La venta de alcohol, el suministro de agua,la disponibilidad detransporte y alojamiento, la seguridad del público en el predio, y la higiene de los baños, fueron algunos de los ítemsen discusión.
Pero en la edición de 2020 de este megaevento, que se anuncia para el próximo mes de junio, la entidad oficial pondrá especial énfasis en los niveles de ruido que se alcanzan durante el encuentro musical, sobre todo por la propagación de ondas de baja frecuencia, es decir, los graves. Si Glastonbury, que ya confirmó a Paul McCartney y Taylor Swift en su grilla, es una referencia directa para cualquier festival de rock en el resto del planeta, cabe suponer que estas nuevas normativas podrían tener algún impacto a futuro en el Cosquín Rock, cuya vigésima edición se celebra el próximo fin de semana.