Por Javier Boher
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El gobierno parece no estar dispuesto a defraudar, al menos a los que se sitúan en el bando opositor. Quizás los que votaron ilusionados por las promesas de reactivación, aumento de sueldos, jubilaciones regordetas y tantas cosas más puedan empezar a dudar de las mismas, pero a los que no esperaban nada no les está fallando.
Si hay un punto en el que se puede apreciar claramente el perfil del nuevo gobierno es en su desprecio por la libertad individual. Bajo consignas colectivistas, sujetos imaginarios como “el pueblo” o identidades del estilo “los argentinos”, los miembros y adherentes del kirchnerismo recargado no pierden oportunidad de manifestar su desprecio por todos aquellos que no quieren ajustarse a sus estandarizaciones mediocrizantes.
La última novedad de su programa de gobierno ha sido el relanzamiento del Plan Nacional de Lectura, que intentan vender como la panacea de la democratización de la cultura: gente aparentemente formada decidiendo qué se debe leer a cada edad, distribuyendo libros y orientando a los lectores.
Es extraño que no vean la contradicción de decir que la lectura libera mientras se elige qué es lo que se debe leer. La libertad que viene de la mano de los libros requiere de la posibilidad de elegir sin coacciones qué leer. La lectura obligatoria no libera, adoctrina.
«Si un libro aburre, déjelo. No lo lean porque es famoso. No lo lean porque es moderno. No lo lean porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo. Leer es buscar una felicidad personal, un goce personal. Si no caemos en la tristeza de las bibliografías, de las citas».
La frase precedente es de Jorge Luis Borges, el escritor argentino más reconocido en el mundo. Aunque con pesar deba decir que nunca me pude enganchar con sus cuentos, su consejo me liberó del peso de no haberlo hecho. ¿Sería liberador tener que leerlo por obligación, porque un puñado de intelectuales se atribuye la capacidad de obrar como vanguardia emancipadora para decirme que así sería más libre?.
La otra parte que suelen pasar por alto los defensores de este tipo de políticas es que degradan la industria del libro y el placer de la lectura. Hace muchos años (antes del escándalo por sus declaraciones) Gustavo Cordera expuso sus argumentos en contra de los shows “gratuitos” que ofrecen los sucesivos gobiernos, siempre para “democratizar” el acceso a la cultura.
En una entrevista de hace varios años decía que el lugar más difícil para organizar un recital era San Luis. Décadas de una política de shows gratuitos habían hecho que la gente no estuviera dispuesta a pagar una entrada para ir a verlos. Así, poco a poco, sólo se podía ver aquello que el gobierno quería. Quizás no con malicia intencional, aunque si fáctica.
Si el Estado distribuye libros sin cargo para el lector (sin olvidarnos que a las editoriales se los deben pagar igual, cobrando impuestos para hacerlo), progresivamente la gente irá perdiendo la costumbre de pagar por los mismos. ¿Quién va a dedicar, $500, $800 o $1000 (por lo menos) por algo como lo que el gobierno le da gratis?.
El elevado precio de los libros (por impuestos, devaluaciones, restricciones a la compra de insumos y demás variables) hacen que sea tentador pensar en un Estado que promueva la lectura repartiendo libros, aunque quizás antes de incurrir en ese gasto pudiera recurrir a otras políticas, como por ejemplo la puesta en valor de las bibliotecas que ya existen, la reducción de impuestos a la edición o a la importación de material impreso e insumos editoriales.
La impostación de sensibilidad cultural y social esconde en última instancia un prejuicio de clase, una idea propia de los intelectuales de que están por encima de la gente común, que no podría decidir qué leer (o al menos no pueden elegir lo que ellos entienden como literatura de calidad).
Dirigir la lectura es pretender moldear la cultura, es tratar de que todos piensen igual, que valoren las mismas cosas o se preocupen por los mismos temas. El sueño del kirchnerismo duro de que no se piense en la individualidad sino en la comunidad; que no se admire a las sociedades del primer mundo, sino a las sociedades aborígenes latinoamericanas; que no se crea en el poder de una economía libre, sino en la opresión del mercado. Un discurso único, sesgado, coincidente con “el pueblo”, “la argentinidad” y todos esos sujetos imaginarios construidos por el discurso político según su propia conveniencia.
En última instancia, los que suscriben al kirchnerismo irreflexivo y doctrinario pretenden que los libros no hagan aquello que deberían hacer, sino lo contrario. Así -aunque no lo acepten- los libros no serían libertad, sino opresión. Y nada bueno sale de esta última.