Por J.C. Maraddón
jcmaraddon@diarioalfil.com.ar
Cuando se realiza una entrega de premios, todos los reflectores apuntan primero hacia quienes resultan nominados y luego hacia quienes son consagrados como ganadores de esas distinciones. En el arte y el entretenimiento, estas ceremonias forman parte de la rutina anual de cada uno de los géneros y las figuras van creciendo en su consideración general, en gran parte, a medida que van acumulando esas estatuillas en sus vitrinas. El cine, la música y hasta la literatura poseen estas instancias de premiación que pueden contar con mayor o menor prestigio, pero que siempre ayudan a certificar la calidad del trabajo de quien es investido como triunfador.
Sin embargo, tras esta fachada que muchas veces no pasa de ser un juego de vanidades, se esconde el verdadero significado de estos rituales, cuyas estrellas reales no son tan fugaces como las luces de los flashes que inmortalizan las eventuales victorias. En realidad, detrás de un premio subyace el poder concedente de quien lo otorga, que se atribuye la autoridad de decidir (por votación, arbitrariamente o como sea) quiénes son los mejores en determinado rubro. Y esa es, sin duda, la auténtica motivación para que existan estos actos que de manera periódica renuevan la credibilidad de su procedimiento.
Lo más común es que ese palmarés sea resuelto en ámbitos de la industria y que, por ende, entre las cualidades a destacar sobresalgan las vinculadas a la taquilla y al éxito de ventas. Por supuesto, la calidad y la dedicación también son tomadas en cuenta, pero si quienes son responsables de recompensar a los probos tienen como objetivo último la recaudación de mayores utilidades, no debería llamar la atención que estén más predispuestos a halagar a quienes los ayudan a alcanzar esa meta, que a quienes se rigen por designios éticos y estéticos alejados de las reglas del negocio.
En el mundo de la música, por ejemplo, conviven diversas convocatorias que todos los años emiten su veredicto y contribuyen a consolidar (o hundir) el renombre de los intérpretes que han realizado lanzamientos discográficos durante el periodo considerado. Los más importantes entre esos galardones coinciden en un origen relacionado a distintas áreas de la industria: desde las sociedades que agrupan a los sellos discográficos hasta entidades que congregan a la prensa especializada, cuya influencia histórica en la educación de los consumidores la ha transformado en un componente esencial dentro de la cadena que va desde la grabación del disco hasta su escucha.
Con los cambios que ha traído aparejados la utilización del streaming para la circulación de la música, esos viejos mecanismos transparentarán sus propósitos de forma brutal, cuando el 5 de marzo de 2020 se verifique la primera edición de los Spotify Awards. La plataforma sueca, líder mundial en su rubro, resolvió que la ceremonia tenga lugar en México, porque es el país donde cuenta con mayor cantidad de usuarios. Y los ganadores en las diversas categorías serán evaluados según un criterio unívoco: quien mayor cantidad de reproducciones tenga, saldrá victorioso, de acuerdo al fallo inapelable de las estadísticas.
Con esta poco elegante pero a la vez natural muestra de arrogancia, Spotify no sólo pretende reconocer la tarea de los músicos y productores artísticos que elaboran la materia prima para que la empresa comercialice sus servicios. Lo más trascendente de esta novedad es que, en apenas 13 años desde que salió al mercado, la firma ha desarrollado una importancia equivalente o superior a la del conjunto de sellos que instauraron su estructura comercial en tiempos analógicos y que ahora sólo procuran seguir sobreviviendo. Por eso, el anuncio de los SpotifyAwards debería ser leído como una orden para barajar y dar de nuevo.