Por J.C. Maraddón
jcmaraddon@diarioalfil.com.ar
Mientras que la década del ochenta fue en la Argentina el momento en que el rock nacional emergió del underground y se transformó en un fenómeno de masas, algo similar sucedió en los noventa con la música de las bailantas. Un estilo que hasta ese momento era consumido casi exclusivamente por aquellos provincianos e inmigrantes de países vecinos que se habían desplazado hacia el conurbano bonaerense, dio el gran salto y pasó a ocupar un lugar central en la difusión de los medios de comunicación, que hasta ese momento lo habían ignorado. Sus figuras más conocidas, muchos de ellos también oriundos de provincias, fueron habitués de la mesa de Mirtha.
No en vano coincidió esta tendencia con la llegada de Carlos Menem a la presidencia, porque él también representaba en un principio la imagen de un caudillo que venía desde el interior profundo a restaurar el federalismo perdido. Poco tardó el riojano en aliarse con la elite metropolitana, que sin embargó saludó con entusiasmo la alegría bailantera y la incorporó en sus fiestas como una moda más. Frente a esto, el rock se alistó en las filas de la resistencia y acompañó la protesta social con un gesto explícito que no tenía antecedentes.
Para cuando la recesión se enseñoreó con la economía del país y el sueño de la convertibilidad trocó en pesadilla, muchos rockeros ya habían tomado prestados algunos modales de la bailanta y los habían incorporado a su ritual, en una mimetización que resultó redituable. Algunos visionarios se percataron de que el rock argentino se aprestaba a iniciar un nuevo ciclo virtuoso y apostaron todas sus fichas a esa carta. Los más atrevidos en esa jugada fueron la radio Mega, que se especializó en difundir rockeros nacionales, y el Cosquín Rock, que se propuso reflotar el viejo espíritu festivalero.
Hace casi veinte años, entre el 10 y el 11 de febrero de 2001, se realizó en la plaza Próspero Molina la primera edición de este encuentro que, con la complicidad de Julio Mahárbiz, fijó su sede en un escenario que hasta entonces había sido de exclusivo uso folklórico, excepto por aquel legendario evento de rock que se desarrolló allí en 1976. José Palazzo y Héctor “Perro” Emaides, los organizadores, supieron adivinar la dirección de los nuevos vientos que empezaban a correr y armaron una grilla con los que, por aquel entonces, eran algunos de los números más destacados del género.
Para celebrar las dos décadas transcurridas desde aquel inicio, se anunció que el próximo 30 de noviembre volverán al escenario Atahualpa Yupanqui algunos de los intérpretes que estuvieron en el primer Cosquín Rock. Y la ocasión es inmejorable para hacer un balance de lo acontecido durante este tiempo en ese rock nacional que, medio siglo después de su surgimiento, transita una crisis inocultable. Entre las denuncias (y condenas) por abusos sexuales y el evidente estancamiento de su propuesta artística, varios de los que convocaban al público en 2001 no parecen mostrar por estos días un presente que a primera vista resulte demasiado alentador.
Tal vez, la foto de aquella grilla original vire aún más hacia el sepia, si la comparamos con los colores vivos que exhiben propuestas como el Festival de la Nueva Generación y el GRL PWR, dos de los que parecen reflejar de mejor manera la vitalidad de las expresiones musicales que hoy están en boga. Más allá de la nostalgia que subyace en cualquier homenaje, esta edición aniversario del Cosquín Rock sirve para dimensionar los cambios que atraviesan la sociedad y que encuentran en el arte una manifestación concreta. “Siempre es lo mismo”, cantaba Pappo Napolitano a comienzos de los setenta. El futuro comienza a desmentirlo.