Por Pablo Esteban Dávila
Aparentemente la admiración y el cariño que Alberto Fernández asegura que sentía por José Manuel de la Sota eran sinceros. Que su presencia en la Catedral de Córdoba el domingo pasado no fue un simple gesto hacia el renuente peronismo mediterráneo. Que sus menciones al exgobernador no forman parte de una estrategia de campaña. Que, en definitiva, el candidato del Frente de Todos está construyendo sus propuestas con la hoja de ruta trazada por el cordobés desde hace 20 años atrás.
Pruebas al canto. Ayer, el matutino La Nación publicó que Alberto “reunirá el martes en Luján de Cuyo, Mendoza, a 16 mandatarios en ejercicio o electos para anunciarles que, si gana los comicios del 27 de octubre, él y una parte de su gabinete se instalarán una vez por mes, durante dos o tres días, en una de las 23 provincias del país”. Esto supone decir que trasladará con cierta frecuencia su gobierno al interior y ejercerá el mando desde las diferentes capitales provinciales. La idea, según la especie, es hacer del federalismo y su relación con los gobernadores el norte de su hipotética gestión.
Fue, precisamente, De la Sota el inventor de este concepto al proclamar en 1999 a Río Cuarto como capital alterna de la provincia. Desde aquel entonces los gobiernos de Unión por Córdoba han funcionado tanto en la capital histórica como en el “imperio del sur”, un asiento dual del poder que siempre produjo un inocultable orgullo a su demiurgo, amén de innegables éxitos electorales. Fernández se muestra ahora decidido a nacionalizar aquel antecedente y fortalecer su gobierno con los aires (y los caudillos) de tierra adentro.
La idea es simpática y tiene su encanto, aunque prescinde de ciertos datos que podrían relativizar su eficacia. En primer lugar, las provincias no son Río Cuarto, es decir, tienen sistemas de poder e intereses económicos mucho más complejos que los de una ciudad y que, en muchas ocasiones, son competitivos a los de la Nación. Mauricio Macri viajó por el interior furiosamente, mucho más de lo que lo hicieron Néstor y Cristina Kirchner, pero la mayoría de las veces trajo más aprietes que ideas de sus anfitriones. Además, el actual presidente hizo mucho más por el federalismo fiscal que cualquiera de sus antecesores, devolviendo fondos que el Estado federal retenía ilegalmente de las provincias. No es razonable suponer que Fernández -que ya no tiene más nada que repartir excepto menguada obra pública- se encuentre con aliados de paja cada vez que estreche la mano de gobernadores supuestamente incondicionales.
No sólo la idea de gobernar desde diferentes lugares ya tiene copyright, sino también el concepto mismo de un “gobierno de 24 gobernadores y un presidente”, tal como se comprometió el presidenciable en Rosario el pasado 7 de agosto. En efecto, Julio Argentino Roca gobernó con un esquema político denominado “Liga de Gobernadores” y Carlos Menem, en su segundo mandato, utilizó una expresión similar para demostrar que su fortaleza residía en el apoyo de los mandatarios provinciales. Si Macri no lo hizo explícito fue porque, de los 24 que tiene el país, apenas cinco le responden contando la ciudad de Buenos Aires, un número a todas luces insuficiente como para hablar de una poderosa coalición territorial.
Además, la eficacia de este tipo de armados es relativa. Los gobernadores no dejan de ser presidentes de sus distritos y, por tal razón, son más receptivos a los deseos de sus electores que a las solicitudes del primer mandatario. Si aquellos son diferentes a estas sus lealtades se pondrán en compromiso, especialmente cuando el debate gire en torno a fondos y recursos. Siempre ha funcionado de este modo; es difícil que tal inveterado reflejo político vaya a cambiar con las promesas federalistas del candidato.
Amén de este préstamo, Fernández ha tomado otra idea delasotista para estructurar su campaña: el gran acuerdo económico y social. Como se recuerda, esta era la propuesta del fallecido exgobernador para reencaminar la economía y sofrenar la inflación cuando, allá por 2015, competía con Sergio Massa dentro del espacio UNA.
El concepto no tiene mucho de original, excepto porque, hasta que De la Sota lo reflotó, hacía mucho que nadie hablaba de tal cosa. El silencio tenía su lógica: ningún acuerdo de este tipo había funcionado nunca en ningún país del mundo, salvo un par de casos que nadie acierta a precisar. Es una verdadera ucronía cuya inicial ventaja es que suena bonito y aleja las temidas palabras “ajuste” o “sinceramiento” de las principales variables macroeconómicas.
De cualquier manera, en el folclore peronista la alianza de clases es un valor supremo (la famosa sociedad organizada) y una gran mesa con sindicalistas, empresarios y vaya a saber uno con que otra gente -todos con gesto adusto y una mano en la barbilla- es la exteriorización más esquemática de un acuerdo social que acote el gasto público y ponga a la inflación contra las cuerdas. Es otra de las coartadas que Fernández utiliza para no revelar su verdadero plan económico, si es que tiene alguno.
Es difícil saber si el cordobés realmente creía en esta cosa pero, en él, era difícil disociar la política del espectáculo. Tal vez el famoso acuerdo hubiera sido una celada para ganar tiempo con estilo mientras, subterráneamente, se generaban las verdaderas políticas antiinflacionarias. En este sentido, las diferencias con Alberto se notan. Más allá de su inteligencia, que se discute, el exjefe de gabinete de Néstor y Cristina es más un polemista que un imaginativo. Como típico hombre de palacio sabe justificar decisiones ya tomadas y conoce como el mejor el arte de la estocada dialéctica, no obstante que todavía está por verse su capacidad para construir relatos o fantasías propias que encandilen a las multitudes.
¿Es esta suerte neodelasotismo un intento de adoptar una agenda inmanente y distintiva ante la imposibilidad de expresar con total franqueza lo que debe hacerse? Es posible. Fernández navega en aguas extrañas, con la Cámpora en uno de sus flancos y el PJ oportunista en el otro. Necesita un estilo personal, una caracterización que defina su ethos sin necesidad de contraponerse todo el tiempo con Cristina quien, con sus extravíos y bemoles, es en sí puro desarrollo, energía sin cable a tierra. De la Sota fue uno de los últimos en generar un discurso alternativo a estos polos. ¿Casualidad o voluntad? Alberto parece revivir, a casi un mes de las presidenciales, algunas de las grandes pinceladas de su pensamiento político en vida.