Por Javier Boher
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Nunca hay que subestimar el poder de la indiferencia, una actitud que marca el ritmo de la política mucho más de lo que se piensa. Es real que la gente se indigna por lo cercano, como el basurero que no pasa, el colectivo atestado de pasajeros o las denuncias por corrupción que se viven como la decadencia de las estrellas, pero también es cierto que muchas veces no le importan cosas que deberían.
La propuesta de la ministra Bullrich de hacer un registro obligatorio de ADN es una de ellas. La gente parece suponer que eso es algo intrascendente, como ir a un dispensario a ponerse una vacuna o a buscar preservativos. Nadie repara en lo riesgoso de la pérdida de la privacidad.
Uno de los pilares del liberalismo (que nuestra constitución consagró a mediados del siglo XIX, mal que le pese a muchos) es el respeto por la libertad individual, que se materializa en derechos y garantías que hacen que el ciudadano pueda defenderse ante los abusos de otras personas o el Estado.
El registro de ADN es otra muestra más de que décadas de gobiernos autoritarios empezaron a borrar el legado de aquella Generación del ‘37 que sufrió en carne propia los abusos del salvajismo rosista y se preocupó por fundar el orden liberal que nos resguarde de la tiranía (de un individuo o una mayoría de pasiones exacerbadas).
Hay que repasar un poco nuestra historia para darle un contexto al avance de las prácticas que atentan contra la privacidad, ese derecho a no ser nadie si no se quiere, el derecho a no existir si se elige el camino del anonimato. A fin de cuentas, si las personas eligen ser “buenos ciudadanos”, ¿por qué tratarlos como delincuentes?.
Con el correr de los años nuestro país fue sumando capas de papelerío y burocracia para identificarnos. Después de la simple y elegante partida de nacimiento que se impuso con el registro civil del orden conservador roquista, se agregaron el DNI, el CUIL y otros, como más controles sobre los ciudadanos.
La llegada de los espejitos de colores de las nuevas tecnologías alentó al gobierno anterior a imponer el registro de datos biométricos con la renovación del DNI, a través del cual se construyó una base de datos con información digitalizada que -en concurrencia con las nuevas cámaras digitales y la inteligencia artificial- abrió la puerta a la consolidación de una sociedad de vigilancia permanente.
El ejemplo más claro de esto es China, donde existen sistemas de monitoreo sobre los habitantes que incluso han llegado a prácticas de puntaje social, por las que la población recibe un reconocimiento en créditos por ser “ciudadanos ejemplares”. No les alcanza con ser una dictadura que niega derechos civiles y políticos a la gente: además necesitan saber adónde están, qué hacen o con quién se juntan, todo en tiempo real y sin intermediarios.
Esa tecnología de datos biométricos fue aceptada en estas tierras sin tener en cuenta que venía prohibida en Europa, de la misma manera en la que algunos países han prohibido los registros de ADN con los que hoy fantasea la ministra Bullrich. No es lo mismo pensar en un registro para violadores condenados que para cualquier ciudadano que nunca se las ha visto con la justicia.
Por nuestros antecedentes, nunca está de más pensar en que toda herramienta de control que se consagre caerá en manos de personas que salen de la misma sociedad corrupta que se usa como pretexto para imponerlos. Jueces, policías, fiscales o políticos salen de esa sociedad que quieren arreglar con un poder extraordinario que vulnera -entre otros- nuestro derecho a la privacidad.
Finalmente, nunca se deben pensar las leyes, los instituciones o los instrumentos para tiempos en los que todo funciona bien, cuando hay consenso sobre lo bueno y lo malo: los poderes sin límites llevan a situaciones indeseables, en las que los individuos quedan indefensos ante la omnipresencia de un Estado vigilante.
El registro de datos biométricos o de ADN viola nuestra privacidad y nos convierte en potenciales delincuentes. Porque lo que hoy no es delito puede serlo cuando algún gobierno decida legislar en base a pruebas que ya obtuvo previamente.