Por J.C. Maraddón
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A partir de mediados de los años sesenta, el mercadeo ha vivido su etapa más gloriosa gracias a los hábitos de consumo desarrollados por los jóvenes y los adolescentes. Como siempre, primero en los Estados Unidos, pero luego en todo el mundo capitalista, se descubrió que este segmento de la población tenía sus propios gustos y costumbres, y que resultaba un gran negocio elaborar productos específicos para ellos, que hicieran foco en las diferencias entre sus necesidades y las de los adultos. Mediante este sencillo mecanismo, la sociedad occidental experimentó un cambio de época, que se verificó mucho más allá de los avatares de la economía.
Esa importancia que cobró la juventud en el mercado, se extendió como un reguero de pólvora en ámbitos sociales y políticos, aunque oportunos “coscorrones” represivos pusieron límites a las aspiraciones juveniles de ser realistas y pedir lo imposible. Los años sesenta son todavía recordados como un momento de quiebre cultural y de creatividad infinita, a través de un ímpetu iconoclasta que poco a poco se iría adaptando al cauce que le proponían las instituciones vigentes. El movimiento punk, en la década del setenta, ha sido tal vez el último alarido rebelde, al que rápidamente engulló ese consumismo que todo lo puede.
Sin embargo, durante más de medio siglo perduró y se profundizó esa tendencia que proponía catequizar a los jóvenes como adalides de las decisiones acerca de qué bienes se debían comprar y cuáles tenían que ser descartados. Y los mayores, en su afán de no ceder al paso del tiempo, empezaron a imitar estos hábitos de sus hijos y nietos, compartiendo gustos con ellos, desde la indumentaria hasta la música. Los ciudadanos occidentales admitieron así esa uniformidad adolescente que tan redituable ha resultado para los encargados de producir y comercializar las mercancías.
A contrapelo del imperialismo juvenil, las poblaciones de esos mismos países comenzaban un proceso de envejecimiento veloz, a raíz de la baja en las tasas de natalidad y la mejora en las expectativas de vida. El planeta asistía azorado a la proliferación, en el primer mundo, de ancianos joviales y de generosas billeteras, que superaban en número (con mucho) a los teenagers y que requerían productos y servicios acordes a su edad. Quizás ya iba siendo hora, entonces, de que la economía de mercado le prestara atención a este segmento de consumidores que hoy ostenta la mayoría en buena parte del globo.
Aunque las comedias sobre duplas de adultos mayores se estrenan regularmente en las salas cinematográficas desde hace años, ahora lo que se confirma es la presencia de series protagonizadas por gerontes y dirigidas a un público de esa misma franja. A “Grace and Frankie”, cuya primera temporada data de 2015, y “Disjointed”, de 2017, ambas estelarizadas por grandes actores que transitan la ancianidad, se sumó en 2018 “El método Kominsky”, donde a través de un humor negro de brillante factura se retrata la decadencia de dos amigos, unidos por un peligroso vínculo laboral: uno es actor (Michael Douglas) y el otro es su representante (Alan Arkin).
Que los premios Golden Globe distinguieran a “El método Kominsky” como mejor serie de comedia y a Michael Douglas como mejor comediante, es toda una señal acerca de un probable viraje en esa brújula que durante más de medio siglo ajustó su norte según las preferencias de chicas y muchachos. Un nicho al que seguramente esta tira de Netflix (de la que se anunció ya una segunda temporada) tan sólo le podría caer simpática porque identifica los tics de los personajes con los yeites y las desventuras que experimentan sus propios abuelos.