Por J.C. Maraddón
jcmaraddon@diarioalfil.com.ar
En la década del sesenta, la práctica periodística no podía permanecer ajena a los vientos de cambio que soplaban en diversos ámbitos a escala internacional. Los modos acartonados y previsibles que caracterizaban a los artículos de la prensa en ese entonces, empezaron a verse desplazados por la pluma irreverente de una camada de profesionales que pasarían a conformar la fuerza de choque del llamado “nuevo periodismo”. Al apelar a trucos literarios cuyo uso estaba vedado en los periódicos, estos escribas dotaron de un inocultable atractivo a sus textos y extendieron su práctica hacia muchas otras redacciones.
Después de esta asonada, nuevos recursos y técnicas se fueron sumando al repertorio periodístico, en una espiral ascendente que iba a ser fogoneada hacia finales de los sesenta por los movimientos contraculturales. La revista estadounidense Rolling Stone se transformaría en el epicentro de estos arrestos rebeldes: en sus páginas no sólo se desplegaban temáticas que hasta entonces no habían tenido cobertura, sino que además reinaba allí una libertad creativa que fomentaba el vuelo expresivo de diseñadores, fotógrafos y redactores.
La idea, en general, era que esa época de grandes terremotos sociales, políticos y culturales, debía ser abordada con un criterio completamente distinto, para así poder transmitir a los lectores de manera fehaciente lo que estaba sucediendo. En pos de ese objetivo, se sucedieron numerosos métodos de trabajo que, en muchos casos, imponían al trabajador de prensa una serie de riesgos tanto laborales como físicos. Quizá el ejemplo más extremo haya sido el llamado “periodismo gonzo” de Hunter S. Thompson, donde el narrador tomaba parte en la historia, hasta el extremo de torcer la dirección de los acontecimientos. Implicaba algo así como una oposición virulenta a la tradicional exigencia de objetividad en el tratamiento de la información, que había sido hasta entonces una regla de oro.
Esta dislocación del eje alrededor del cual giraba la profesión, abrió de par en par las posibilidades acerca de cómo plantear una noticia, y en ese mismo sentido liberó a los cronistas, que se sintieron en condiciones de abolir las reglas. Pero ese sacudón iba a terminar volviéndose en su contra: así como el periodista se animaba a mimetizarse con las personas que protagonizaban los sucesos, también la gente común advirtió que podía asumir la producción de contenidos mediáticos y relatarlos en primera persona, sin necesidad de recurrir a ningún vocero que tradujese sus palabras dentro de un reportaje.
Cuando dentro de pocas semanas se realice la ceremonia de entrega de los premios Oscar, uno de estos seres anónimos que se propuso poner por escrito sus experiencias sabrá si su historia será recompensada o no con una estatuilla. “Infiltrado en el KKKlan”, la película de Spike Lee que cuenta con seis nominaciones (incluyendo las de mejor filme y mejor director), está basada en “Black Klansman”, el libro que publicó en 2014 Ron Stallworth, un ex ficial de la policía que logró infiltrar una célula del Ku Klux Klan en Colorado Springs a finales de la década del setenta.
La hazaña de Stallworth se magnifica porque se trata de un afroamericano, que engañó por vía telefónica a algunos de los líderes del KKK, haciéndose pasar un fundamentalista del racismo. A Spike Lee, quien lleva ya tres décadas de militancia cinematográfica en las que siempre dio muestras de su defensa de las aspiraciones de la raza negra, le vino como anillo al dedo esta aventura que reúne espionaje, romance y derechos humanos. Y le dio pie a reconstruir una época gloriosa para la música y para la conciencia política de una minoría a la que, aunque pasan los años, muchas veces se le sigue aplicando un concepto restringido de ciudadanía.