Por Javier Boher
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Si hay algo que distingue a los humanos es la capacidad de razonar, a la que además se le agrega la capacidad de transmitir resultados, experiencias, aprendizajes o saberes acumulados. La creación de cultura es, sin lugar a dudas, lo que nos diferencia del resto de los animales.
Dentro de lo que es la cultura material podemos poner a las tecnologías de información y comunicación. Así como la imprenta de Gutenberg empezó a erosionar el poder reinante en la Europa medieval, internet amenaza con trastocar los poderes actuales. Los políticos no terminan de aceptar que el mundo está cambiando y que las tecnologías de la comunicación vienen a remover la costra de lo viejo para que crezca una nueva forma de organización.
Por eso los temores de los legisladores respecto del uso de internet son una muestra de que el viejo orden no termina de morir, atentos a que no logran decodificar las necesidades y las costumbres de los nacidos y criados en estas nuevas mieles informáticas. Por eso terminan tratando de hacer encajar la realidad a sus antiguos y desvencijados moldes.
El martes se debatió en el Senado un proyecto por la suplantación de identidad en internet. De consecuencias nefastas para quien lo sufre (y se entera), el problema se ha convertido cada vez más en el terror de los políticos y famosos, que ven florecer innumerables cuentas que usan su cara o su nombre para presentarse en el mundo virtual.
Tal como le ocurre a cualquier usuario de redes sociales, los indicadores de popularidad son tiránicos, algo que suele preocupar a los dolidos políticos que tienen un nombre y una reputación que cuidar. Por eso sufren cuando ven que las cuentas “fake” son más populares que las verdaderas: los egocéntricos y orgullosos funcionarios públicos no soportan perder, y menos si es contra ellos mismos. Es como ser el gemelo introvertido.
Gran parte del problema surge por el narcisismo herido de Miguel Ángel Pichetto, a quien le crearon un perfil falso en Twitter que tenía mucho mejor humor y mucha menos solemnidad. ¿Cómo se supone que un político lidie con la democracia si no soporta que los ciudadanos usen su figura como válvula de escape?.
Como tantas otras veces, aquí nuestros políticos dan muestras de que no se sienten cómodos en el marco de un estado liberal de derecho, en el que la libertad de expresión es un valor fundamental, independientemente de que alguien se pueda ofender. Es que en los nuevos tiempos de la hipercorrección política no se entiende que el derecho a la libre expresión es, en esencia, el derecho a ofender (sin incitar al odio, por supuesto).
Los legisladores salen a atacar el anonimato de las redes, cuando el uso de seudónimos es casi tan antiguo como la palabra escrita. Son una garantía de libertad y seguridad, un reaseguro de la integridad física de quien necesita expresar su malestar. Tener que usar la verdadera identidad en las redes aumenta el riesgo de sanciones, censura o simplemente de rechazo por parte de los que nos rodean. Por eso los gobiernos autoritarios son los grandes enemigos de internet, los celulares y las redes sociales.
No hay dudas de que las granjas de trolls o los bots existen y están alterando el funcionamiento de la democracia, especialmente exponiendo y ridiculizando a los políticos o generando corrientes de opinión pública (lo que es bastante debatible). Pero también están acercando la gestión y la política a los ciudadanos, otorgándoles un poder de control y fiscalización sobre las acciones de los gobernantes.
Lejos de ser víctimas de un bullying innecesario, los políticos decidieron dedicarse a una actividad pública en la que van a ser (y deben ser) permanentemente evaluados por todos los ciudadanos, especialmente por aquellos que no los quieren. Deben adaptarse a las nuevas reglas de la democracia, no al revés.
Jean-Jacques Rousseau arranca “El contrato social” con la célebre frase “el hombre ha nacido libre pero en todas partes está encadenado”. Podríamos parafrasear al autor que señalaba que desde siempre los renovadores han debido pelear contra los conservadores diciendo que Internet ha nacido libre y, sin embargo, los senadores pretenden encadenarla.