Por J.C. Maraddón
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La rebelión que propuso el rock en sus orígenes consistía en oponerse a todos los dogmas, lo que le ganó la simpatía de la juventud y desató una feroz antipatía de los adultos, en especial de las autoridades, que eran las encargadas de que los preceptos establecidos se cumplieran. De esa época data, por ejemplo, la leyenda de que muchos rockeros (pero sobre todo, los de origen afroamericano) habían establecido un pacto con el diablo, que transformaba en maldita a la música surgida como producto de esa componenda satánica, cuyo objetivo último se suponía que era trastocar el orden divino.
Entre los dogmas puestos en jaque se contaban los religiosos, y en especial los condicionantes morales que imponían esos credos por sobre sus fieles, obligándolos a ayunos y abstinencias que se encontraban en las antípodas de la lujuria que glorificaba el rocanrol. Desde los púlpitos fueron exigidas las condenas más furiosas contra ese género que, desde la perspectiva de pastores y sacerdotes, envenenaba a los jóvenes y los desviaba hacia la senda del pecado. Los sacudones de pelvis que desataban las canciones eran la expresión más evidente de la posesión diabólica que experimentaban los bailarines bajo el hechizo del nuevo ritmo.
Con diversos matices, estas reyertas se sostuvieron en el tiempo, hasta que a comienzos de los años ochenta emergió de Irlanda un grupo de rock alternativo que se proclamaba abiertamente católico, en una nación donde esa fe encendía luchas revolucionarias. Fue esa connotación local la que le facilitó a U2 el acceso a la elite de los intérpretes enaltecidos por el compromiso político. Y varios de sus temas en aquellos comienzos hacían mención a los hitos de un combate que no parecía focalizarse en una religión en particular, sino que abría su significación hasta abarcar el universo de todas las libertades individuales.
Esa antorcha le franqueó a Bono, el cantante de U2, la entrada al club exclusivo de las figuras globales que, desde el arte, propenden hacia una mejora de las condiciones de vida en el planeta, meta ambiciosa que despierta adhesiones hasta en las almas menos sensibles. En varias ocasiones, el nombre Bono apareció mencionado entre los precandidatos el premio Nobel de la Paz, como corolario de su constante prédica social, ejercitada sin que la carrera musical de su banda menguara en cuanto a producción de obras que, aunque carecen de la chispa original, no han dejado de sumar ventas millonarias.
Y así se lo ha visto al vocalista de U2 peregrinar por el mundo, reuniéndose con líderes políticos de distinta laya, para tratar de convencerlos de que dejen de oprimir a los más débiles y para que, como sugieren las sagradas escrituras, les den de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos. En esa tesitura, Bono ha conversado con personajes que en otros tiempos hubieran sido los más indigestos para cualquier rockero, pero que no le hacen mella al paladar del artista irlandés, cuyos objetivos son tan extraordinarios que en su consecución se termina justificando cualquier medio.
La semana pasada, como cierre de un círculo perfecto, Bono se reunió con el papa Francisco y, a continuación, realizó declaraciones en las que se manifestó solidario con el pontífice, justo en un momento en que la autoridad del Vaticano se ve socavada por escándalos que están lejos de acallarse. Tal vez, la empatía del cantante con Francisco no provenga sólo de su fe católica. También podría tratarse de una corriente sinérgica entre dos liturgias, la cristiana y la del rock, ese movimiento que alguna vez se pronunció contra todos los dogmas… hasta que logró imponer el propio.