La historia argentina se vive nutriendo permanentemente de procesos inconclusos y frases desafortunadas que han marcado nuestras vidas y se han convertido en elementos distintivos de nuestra identidad.
Aunque los libros de economía nos cuenten que en algún momento supimos tener una moneda fuerte y estable, hace ya décadas que no sabemos qué se entiende por estabilidad cambiaria. Aquel célebre monólogo de Tato Bores de 1962 es la explicación más clara de nuestras inconsistencias en el manejo de la moneda, y ya es más viejo que nuestros máximos responsables económicos.
Por eso es que la gente entra en pánico cuando se menciona a la divisa verde, que por estos pagos está lejos de representar a la esperanza, sino todo lo contrario. Aquellas frases que se grabaron a fuego en el inconsciente colectivo vuelven a resonar cada vez que alguna figura importante nos asegura que todo va a estar bien.
Es que nadie que alguna vez haya apostado al dólar terminó sufriendo una humillante derrota, tal como augurara Lorenzo Sigaut. La excepción a esa regla es la que configuró Eduardo Duhalde, cuando prometió que los previsores ahorradores en dólares iban a recibir lo mismo que habían depositado. Tal vez faltó al jardincito cuando les explicaron que mentir está mal.
Esa historia de amor y odio con la moneda norteamericana se puede ver en la actitud de los políticos y empresarios que piden pensar en pesos, pero que ante la posibilidad de amarrocar billetes con la cara de Benjamin Franklin lo hacen a la velocidad de un rayo.
El reflejo pavloviano del argentino promedio es reaccionar en el sentido totalmente opuesto a lo que pretenden los políticos cuando hablan del dólar. Si dicen que va a bajar, hay que comprar porque va a subir. Si dicen que hay algunas turbulencias menores, viene un salto más o menos fuerte. Si dicen que vamos a tener algunas complicaciones, aunque haya que ir al super a almorzar muestras gratis, al sueldo hay que convertirlo todo a un valor real.
Por eso el “no pasa nada, tranquilos” de Macri encendió las alarmas. Hace un año, para comprar un dólar se necesitaban menos de dieciocho pesos. Hoy ya está cerca de los 30, un valor que puede ser más real o acorde a las necesidades macroeconómicas del país, pero que no deja de asustar a los que no terminan de comprender qué impulsa sus movimientos.
Desafortunadamente para el gobierno, la gente común no suele pensar en los mismos términos que Gerardo Ferreyra, el dueño de Electroingeniería. El cordobés, uno de los empresarios más beneficiados por la obra pública, también tuvo que declarar por el escándalo de los cuadernos de Centeno. Y dejó una hermosa perlita sobre el dólar.
Según el ex militante del PRT, el dólar es “un instrumento de dominación, de dependencia, que exacerba el consumismo y el amor por lo extranjero”. Por eso aportaba pesos para sostener el funcionamiento del FPV.
Difícil saber si es una genuina actitud de nostálgico setentista (quien recuerda con amargura sus años en cautiverio), si estaba tratando de demostrar lo poco que le importa todo este tema, o si es una estrategia de insanía para evitar caer nuevamente en la cárcel. Difícilmente alguien pueda creer esas palabras (propias de un nacionalista a ultranza, amante del Torino, el asado y el vino) cuando sale de la boca de un empresario prebendario que formó parte de una ingeniería financiera de lavado de dinero hacia paraísos fiscales.
Ni Macri, ni Ferreyra ni todos los miembros de la clase empresaria son capaces de creer que ante los movimientos del dólar hay que estar tranquilos y que conviene pensar en pesos. Porque saben que, si es cierto que esa moneda significa dominación y dependencia, los que peor la pasan son los que no la tienen en la mano.