Por Daniel Gentile
Debe haber sido a comienzos de 1957, poco antes de cumplir siete años, cuando conocí a Enrique Angelelli. Empezaba entonces a prepararme para mi primera comunión y mi instrucción era doble. Por un lado mi mamá y una señora amiga de la familia me narraban la historia sagrada, y por el otro el Padre Angelelli y una monjita me enseñaban la misa. Por supuesto, en latín. Recibí el sacramento el 21 de abril de ese año, domingo de Pascuas. Lo recuerdo como el día más feliz de mi por entonces corta vida. Cosa lógica en un niño místico, que creía fervientemente en Dios, en el Cielo y en el Infierno.
A partir de ese día, cada vez que por vacaciones invernales u otro motivo estaba libre de obligaciones escolares, me mandaban a las ocho de la mañana a la Parroquia de Cristo Obrero a ayudarle al Padre como monaguillo. A veces la misa se celebraba para un par de monjas y una viejita de las que vivían en el contiguo Hogar de Ancianas San Camilo. A pesar de la mínima concurrencia de fieles, la ceremonia nunca perdía su solemnidad, ni cierto pánico escénico para los oficiantes. No olvido los nervios del Padre una vez que, cuando dábamos la comunión, él con el copón y yo con la bandejita, una hostia cayó al suelo. Es un hecho muy grave. Angelelli la acomodó y la puso en un paño, y así la dejó, en el piso, hasta que terminó la misa. Era muy importante que nadie pisara esos centímetros cuadrados que habían tomado contacto con algo sagrado. Pero lo que más firmemente tengo grabado en la memoria de ese momento, es la delicadeza y la elegancia de los movimientos del sacerdote para superar ese trance complicado.
La misa es, entre otras cosas, un hecho artístico, una puesta en escena que, bien representada, puede tener una conmovedora belleza. Sobre todo, en los tiempos del latín. “Dominus vobiscum”, decía el sacerdote. “Et cum spiritu tuo”, respondía el monaguillo. “Agnus dei qui tolli pecata mundi” -“Miserere nobis”.
Algo de Karol Wojtyla, que podría ser su contrafigura ideológica, había en la voz clara y eufónica, en los gestos y en la profunda introspección del Padre Angellelli cuando celebraba.
La mala traducción al castellano ha privado a la misa del ritmo y la música de los sonidos romanos.
El legado conciliar incluyó también, entre otros males, el espíritu colectivista de la época, que impregnó desde entonces no sólo al rito sino también al dogma. Mi primera comunión, anterior afortunadamente a ese tiempo, fue individual, como corresponde a un acontecimiento tan íntimo, tan único para un creyente.
Por supuesto, lo peor de la ola posconciliar fue el “tercermundismo”, el “pobrismo”, y una doctrina que, tendenciosamente interpretada, llegó a legitimar la violencia para redimir de sus desdichas a los desvalidos.
Enrique Angelelli, que ya traía una fuerte vocación de lucha contra un orden social que consideraba injusto, fue un típico exponente de ese espíritu posconciliar. Sin embargo, ver en él sólo al “obispo de los pobres” y a una víctima de la dictadura, sería empobrecer a un personaje fascinante. Fue un hombre con una inteligencia brillante, una muy argentina pasión por la amistad, un indudable coraje cívico y físico, y también cierto misterio.
Entre otras cosas, al “Pelado” le gustaba mucho el fútbol y era hincha de Instituto. Estaba muy orgulloso de sus sobrinos Hugo y Héctor Trucchia, históricos arqueros del club de Alta Córdoba. Hugo llegó a jugar en Independiente de Avellaneda, donde alternaba la titularidad con Osvaldo Toriani, en aquel equipo de hombres duros como “Hacha Brava” Navarro, el “Negro” Rolan y Pipo Ferreiro, campeones de 1963 y base del famoso “rey de copas”.
En enero de 1965 mi padre, a los cincuenta y un años, en la plenitud de su vida y de su profesión de abogado, padeció un desprendimiento de retina que, como un rayo, lo dejó ciego. A pesar de la intervención quirúrgica, no recuperó la visión. Unos días antes de la operación, se abrió la puerta de la habitación del Sanatorio Allende y entró Angellelli, que ya era Obispo Auxiliar de Córdoba. “Siento olor a cura”, dijo mi papá, que era un liberal con una fe vacilante y poca simpatía por la Iglesia. “Librepensador, masón, anticlerical”, contestó Monseñor. Así se entendían aquellos amigos; así practicaba Angellelli la solidaridad y la misericordia.
Uno de nuestros allegados lo acompañó en el regreso hasta el Arzobispado. En el auto iba yo, y no olvido que cuando nuestro amigo daba rienda suelta a su optimismo sobre la recuperación de mi papá, Angelelli, casi parándolo en seco, dijo: “Hay que ser realistas.” Me sacudió esa respuesta, me sorprendieron esas palabras de un hombre al que yo consideraba el representante de Dios, del que uno espera milagros antes que realidades dolorosas. Me quedó la sensación de haber descubierto en ese instante un rostro desconocido de este sacerdote. El hombre implacablemente racional, terrenal, el duro, casi el costado frío de un individuo que podía desbordar calidez. Desde entonces profeso un exquisito desprecio por la realidad y mi vida se convirtió en una búsqueda empecinada de la fantasía.
Lo recuerdo por última vez de visita en mi casa, ponderando, como el gran experto en arte que era, un antiguo reloj de colección.
No fue al encuentro de la muerte pero tampoco la eludió. Sabía que podían asesinarlo. Fue una víctima de sus verdugos, pero también, en cierto modo, de su coraje ilimitado y de sus propias acciones y convicciones políticas. Nunca ejerció la violencia, pero no condenó enfáticamente la que desataron algunos de los que militaban por su misma causa. Fue un hombre extraordinario; incondicional en la amistad, con todos los matices y los claroscuros que enriquecen a una personalidad. Cálido y frío, tierno y duro, carismático y valiente, inteligente y equivocado. Lo mataron y también se inmoló. Poco tiene que ver el Angelelli que conocí con el personaje que, para consumo ideológico, han elaborado quienes usufructúan su memoria.
Aunque ya está en marcha el proceso de su beatificación, no sé si fue un santo, pero como soy un agnóstico que reza y él está entre mis recuerdos más queridos, diariamente lo invoco como si siguiera siendo su monaguillo.